Don Martín de Arana

Por: José Antonio de Armona y Murga
En: Material para la historia de la Isla de Cuba. (1787). Anales y memorias de la Real Junta de Fomento

Quince días antes de presentarse delante de la Habana la escuadra inglesa con ciento setenta y cinco velas de guerra, y de transporte para su conquista, este tremendo día (el 6 de junio de 1762) para su Gobernador el Mariscal de Campo D. Juan del Prado, fue el único que convino, (bien a su costa) cuan importante le hubiera sido dirigirse por los consejos de su auditor de guerra, D. Martín de Ulloa, y no por los de su secretario D. José García Gayó.

Pero se había dejado dominar de él por debilidad o suma abstracción de los negocios de guerra. En los días 20 o 21 de mayo, llegó a la Habana por medios y caminos extraordinarios una noticia muy segura de la armada, tempestad que por instantes iba a caer sobre ella.

El Gobernador apenas la quiso oir, el Secretario la despreció hasta el punto de declararse enemigo del que la llevó a su costa. El auditor de guerra, le sostuvo, le citó a su casa, tomó de él las más seguras noticias pero no pudo conseguir más que no verle encerrado en un calabozo. Este era un individuo vecino de la ciudad de Cuba, llamado Don Martín de Arana, hombre distinguido, que solía hacer algunos viajes furtivos, aprovechando el corto paso del mar que divide las costas de Cuba, de las de Jamaica, para hacer empleo de algunas ropas: introducidas por alto (como otros muchos de aquel país) a pesar de los continuos riesgos del mar, de los desembarcos en la costa desierta y de las asechanzas que padecen en tierra.

Llegó pues por la costa a la capital Kingston, cuando hervía toda aquella plaza en disposiciones las más activas, para el formidable armamento contra la Habana. Tomada la Martinica por los ingleses, llegaban a Kingston las tropas victoriosas, y los navios sobrantes de su escuadra, reunidos los esfuerzos de sus respectivos generales sobre el punto de acelerar la pronta salida de la espedición; nada se omitía; disciplinar las tropas, carenar y recorrer las embarcaciones, acopiar y embarcar víveres, aguadas, pólvora, artillería, pertrechos de guerra y completar las tripulaciones, juntas de guerra, acuerdos gubernativos, bandos para prohibir la salida de persona alguna, así de Kingston como de toda la Isla, por cualquiera de sus costas, bajo de gravísimas penas, e intervención de toda correspondencia.

Este honrado español absorto al ver tanta máquina movida e instruido por algunos mercaderes judíos, de su amistad, tomó de ellos cuantas noticias pudo, para aprovecharlas: negoció las últimas gacetas de aquella plaza, las mejores noticias del número de los navios de guerra que había en el puerto: de las embarcaciones de transporte, y de las tropas que se preparaban para el embarque.

Escondió entre la ropa de su cuerpo estas noticias; salió oculto de Kingston y embarcándose de noche en un bergantín que salía desde una ensenada (porque se contravenía el bando publicado), para hacer el trato ilícito sobre la costa de Honduras o en Wallis, regaló muy bien a su patrón y le dejó en Cabo Corrientes; costa desierta de la Isla de Cuba.

Con algunos panes de munición y una cantarilla de miel que sacó a tierra, sin caminos que seguir, senda alguna que hollar y sin conocimiento alguno del tesoro perdido entre los bosques y breñas impenetrables, sólo pudo valerse de las voces y continuados gritos para encontrar algún auxilio. Un negro que guardaba por allí una estancia de ganado de cerda, con cría de cochinos, acudió a sus voces; le encontró y le condujo a duras penas hacia el Cabo de S. Antonio, allí en otra estancia, le dieron un caballo en pelo, corrió de una en otra, manifestando a sus dueños la importancia que le conducía muy de prisa a la Habana; y al fin llegó después de algunos días de carrera, casi estenuado de hambre, desollado por muchas partes de su cuerpo y medio muerto.

Se presentó al instante en el Castillo de la Fuerza donde vivía el Gobernador y manifestó a la guardia, la grande importancia de su venida, para que se le avisase y oyese. —No lo pudo conseguir—. Instó repetidas veces, con exclamaciones llenas de énfasis, acreditando lo que decía y lo que callaba. Logró que lo oyese el Secretario del Gobernador, y también que lo despreciase, tratándolo de embustero, de picaro y contrabandista, que sólo venía a sorprender las atenciones del Gobernador para encubrir sus delitos y libertarse del castigo que merecía. El Auditor Ulloa, que le oyó en su casa, habló al Gobernador con otro espíritu; le manifestó las gacetas inglesas que traía, la noticia numérica de los navios y tropas; el sacrificio a que se había espuesto este pobre hombre, por amor a su Rey y a su patria; los trabajos de su viaje por mar y tierra y el estado en que había llegado, digno de compasión, cuando no fuese algún premio.

Y ya que no pudo conseguir otra cosa, logró que no fuese encerrado en un calabozo de la cárcel; le socorrió por sí y le consoló en algo, pues que nada podía alcanzar a disipar el profundo letargo del buen Gobernador. Pareció el grande armamento inglés, delante del Morro el 6 de junio por la mañana; se alborotó la plaza y bahía; corrieron los generales al Castillo del Morro para ver y conceptuar por si mismos el grande objeto que el mar ofrecía a su ofuscada vista y a su incredulidad.

Atravesando la plaza de las armas D. Juan del Prado vio a D. Martín Arana que estaba hablando con D. Martín de Ulloa, y otros del país. ¿Qué viene a ser esto, Señor Arana? le preguntó algo embrollado y confuso. «Señor Gobernador, ¿qué ha de ser? Lo que yo vine a decir a V.S. quince días ha, atropellando todos los peligros, como buen vasallo del Rey y buen español».

Los generales subieron al Morro y todavía se lisonjearon de que el armamento era una flotilla mercante que pasaba a Europa, como era costumbre en aquellos meses. Véanse los diarios impresos del Gobernador y el Comandante de la escuadra, insertos en el primer tomo del proceso y causa de la Habana, donde se admirará el peculiar conocimiento que los conducía.

El Fiscal en sus acusaciones, no hizo mérito del caso de este hombre, porque no consta bien del proceso, bien que sobraron materiales en él para la sentencia que se pronunció contra ellos; otros muchos se ocultaron a la junta, especialmente el de las cantidades de dinero que se sacaron con anticipación de las Cajas Reales.

 

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