La vida habanera en los primeros años del siglo XVII

Por: Cristóbal de La Habana
En: Social (marzo 1931)

La Academia de la Historia de Cuba ha publicado un nuevo y muy valioso estudio de la notable historiadora norteamericana Irene A. Wright sobre los primeros tiempos de San Cristóbal de La Habana, escrito de acuerdo con los documentos existentes en el Archivo General de Indias, de Sevilla.

El primero de los trabajos de esta índole realizado por Miss Wright se refería al siglo XVI. Este últimamente editado, a la primera mitad del siglo XVII.

De dicha obra vamos a glosar para estos Recuerdos algunos de sus capítulos, a fin de presentar a los lectores una impresión sintética de la vida y costumbres habaneras en los años de 1600 a 1610.

Nombrado en 28 de noviembre de 1600 Gobernador y Capitán General de Cuba don Pedro de Valdés, no embarcó para la Isla hasta el 17 de abril de 1602, arribando a La Habana el 17 de junio.

Era La Habana en aquella época una población pequeña, primitiva, que sólo poseía, como edificaciones importantes, los castillos de La Fuerza, La Punta y El Morro.

El primero, en forma casi idéntica a como aún se conserva, tenía, en 1604, 17 cañones. Junto a dicha fortaleza se encontraba el mercado y su plaza era el centro de la ciudad.

El Morro no estaba terminado al llegar Valdés, y éste impulsó notablemente las obras. A los 42 cañones, que ya poseía, se agregaron 19 más.

La Punta, que se pensó demolerla, por su aparente inutilidad, fué después conservada y mejorada. Tenía 16 cañones.

Se encontraban, además, fortificadas la caleta de Guillén (de San Lázaro), con dos cañones, y el reducto de la atalaya de Punta Brava, con tres.

La guarnición de la plaza la formaban (1604), 460 infantes y 30 artilleros.

Fué atención preferente del Gobernador Valdés las fortificaciones del puerto, por el temor que existía de ataques por parte de ingleses y holandeses. Se proyectó, por ello, en esos días, realizándose más tarde, la construcción de los torreones de La Chorrera y Cojímar, y el amurallamiento de La Habana.

Existían dos hospitales, uno, el viejo, situado al comienzo de la hoy calle de Obispo, junto a la Plaza de Armas, y otro frente al parque de San Juan de Dios, denominado de San Felipe y Santiago, que inauguró en 1602 el Obispo Fray Juan de las Cabezas y Altamirano, única mejora urbana realizada en este período.

Fuera de esas construcciones existentes y de la aduana, matadero y cárcel, las casas eran generalmente bohíos, colocados a capricho de sus propietarios, excepto en cuatro únicas calles, sin pavimento ni alumbrado, en que las casas estaban alineadas y construidas algunas de adobe y techadas de tejas.

En los alrededores de La Habana había estancias y huertas, y al oeste no existían poblaciones, pues Bahía Honda, Cabañas y Marien, eran simples puertos de refugio.

La población se componía (1604-05) de 600 vecinos, mis la guarnición, los negros esclavos y libres y los indios: en total unas dos o tres mil almas.

No obstante estas condiciones primitivas en que se encontraba La Habana, muchos de sus habitantes blancos usaban, principalmente los hombres, trajes de lino francés, seda y terciopelo, cadenas y anillos de oro, espadas y dagas, algunas guarnecidas de piedras preciosas; y en un inventario, citado por Miss Wright, de los enseres de la casa del contador Moncayo, se mencionan, además de los buenos vestidos, esclavos y un coche de mulas, también muebles finos y pinturas flamencas.

Las ocupaciones principales de los habaneros en aquella época eran: la cría de ganado, las cortas de madera, la agricultura y la construcción de buques.

La industria azucarera comenzaba entonces. A la llegada de Valdés existían varios trapiches movidos por agua en las márgenes de la Zanja. El nuevo Gobernador distribuyó entre los dueños de esos trapiches los 40,000 ducados de préstamo facilitados por la corona. El mejor de los ingenios era el “San Diego”, en las orillas del río La Chorrera, (Almendares), de Don Juan Maldonado, hijo, propietario también de una sierra de agua.                                                                                   

Otra de las maneras de vivir que tenían los habaneros de aquellos tiempos era el disfrute de los cargos públicos, a los cuales se iba, más que a servir los intereses de la comunidad, a hacer dinero, cosa que en el fondo no podía causar gran extrañeza ni censura, ya que la Corona vendía los cargos en las Indias. Precisamente, la necesidad de continuar las obras de la cárcel, comenzadas por Maldonado, movió a Valdés a proponer se vendiesen dos regimientos, para aplicar su producto a aquel fin. Y así se hizo, adjudicándose, por 1,000 ducados, cada regimiento, a los que resultaron los mejores postores, Diego de Sotolongo y Diego de Castillo Velázquez.

El Concejo Municipal solicitó licencia para el nombramiento de capellán, maestro de escuela, abogado y médico, que percibirían paga. Para el tercero de estos cargos fué nombrado, con 100 ducados anuales, el licenciado Montejo, que no fué, aunque él así se consideraba, el primer abogado que había habido en La Habana, pues anteriormente existieron otros, y entre ellos, el más famoso, el doctor Cáceres. La plaza de médico nadie quiso aceptarla en España por lo reducido del sueldo, y tuvieron los habaneros que conformarse con que continuara prestando los servicios el practicante Julio César, del que eran poco devotos los vecinos. Más tarde, por disposición de la Corona, se le permitió obtener el título con sólo examinarse ante los médicos con título de las flotas que tocaban en el puerto, costumbre practicada después reiteradamente.

A fin de cubrir los gastos de estos nuevos cargos, la ciudad pidió y obtuvo de la Corona que continuara la sisa, impuesto que existía desde hacía medio siglo para recaudar fondos con destino a las obras de la zanja.

La vida comercial se mantenía en relativo estado de prosperidad, gracias a la forma especial en que se efectuaban entonces los negocios, o sea, a base del contrabando denominado “rescates”, que consistía en el intercambio de mercancías que los colonos realizaban con los navíos, aún los extranjeros y enemigos, que entraban en puerto, obligados a ese tráfico aquellos, parte para evitar que los corsarios se apoderaran de sus bienes o los destruyeran, parte por las ganancias provechosas que sacaban. A los colonos españoles que comerciaban de ese modo se les llamó “rescatadores”, y a los extranjeros con quienes traficaban, primero “corsarios” y después, desde 1600, “piratas”.

El gobernador Valdés, atendiendo el perjuicio económico, militar y político que los rescates ocasionaban a la Corona, se propuso acabar con ese tráfico ilegal. Al efecto, no obteniendo de España una escuadrilla que pidió, estableció un pequeño núcleo de fuerzas navales armadas, llamadas “armadillas”, para la persecución de los piratas, equipadas con vecinos y aventureros, y costeadas por los comerciantes de la población.

No conforme con ello —y atribuyendo la iniciativa de los rescates, a los colonos portugueses, muy numerosos ya en Cuba, formando, según algunos, casi la mitad de la población de la Isla, propuso Valdés a la Corona se les expulsase, lo que no logró se resolviera, logrando su sucesor esta autorización, que se cumplió aparentemente, expulsando a varias personas pobres y desvalidas que no pudieron defenderse.

Para investigar todo lo referente a los rescates y la participación en ellos de los portugueses, la Audiencia de Santo Domingo comisionó al Oidor licenciado Francisco Manso de Contreras, que al efecto se trasladó a La Habana en junio de 1606. En sus investigaciones llegó a la conclusión de que los colonos de Cuba eran “la gente peor y más declarada contra el servicio de V. M. que ha ávido en estas partes“, que toda Cuba se hallaba contagiada del vicio de los rescates, —hombres, mujeres, clero y seglares,— arrestó a unos cien vecinos, aunque consideraba que los comprometidos pasarían de 500 en toda la Isla. Su actuación fué completamente estéril, y el Gobernador Valdés, el Obispo Cabezas y el mismo Manso juzgaron que era empeño inútil castigar a todos los culpables, por lo que pidieron a la Corona, y ésta lo concedió, un perdón general para todos los Testadores. Una vez llegado dicho perdón, se hizo presente a Su Majestad que el vicio había desaparecido por completo.

Sólo nos falta para completar esta rápida impresión de la vida habanera en los primeros años del siglo XVII, decir dos palabras sobre las fiestas y diversiones típicas de la época.

De las investigaciones realizadas por Miss Wright aparece que las fiestas principales celebradas entonces en La Habana eran las del culto católico, organizadas por la Iglesia. La celebración de la misa los días festivos constituía un acontecimiento social de importancia, al que asistían las autoridades, tropas y vecinos. Las procesiones se realizaban con gran esplendor y solemnidad, con el aditamento de corridas de toros y juegos de cañas.

También eran conmemoradas las fechas reales, cumpleaños de los monarcas. En 1605 se celebró el nacimiento del príncipe con extraordinaria pompa.

De las diversiones, las más generalizadas eran los juegos de azar, al extremo de que en 1604 se expidió una cédula prohibiendo el juego, lo que, según Valdés pudo lograr en las casas particulares, pero no en la de los generales y en las flotas y armadas, que se negaron a cumplir dicha disposición. La Corona resolvió el asunto, dando licencia para jugar, por lo menos en los fuertes y “los aprovechamientos de las tablas de juego de los presidios se contaban entre las honrras, gracias y preheminencias del sargento mayor, quien contra toda intrusión defendía el monopolio que gozaba“.

Como resumen de la vida colonial cubana, en lo que se refiere al gobierno y administración por la Metrópoli, en estos primeros años del siglo XVII, nos parece oportuno traer a estos recuerdos el juicio que de dicha época hace la historiadora norteamericana cuyo valioso estudio hemos venido glosando:

El Nuevo Mundo y la administración de España en la inmensa parte que de él le pertenecía, habían perdido ya el aspecto romántico que les caracterizó en el siglo XVI, llegando a constituir un negocio, a veces bastante mezquino, en el cual la Corona atendía a su utilidad y provecho. En los documentos que se refieren a Cuba, archivados en Sevilla, poco se lee sobre cuestiones de estado, nada de gobierno en sus aspectos magnos, sino mucho referente a “la plata”, a los galeones que la transportaban, y a la necesidad de fortificar y defender a La Habana, como puerto principal donde éstos se reunían para emprender el viaje de retorno a Sevilla“.

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