El puente y el rosario

HACE ALGUNAS SEMANAS EN la tribuna del teatro «Fausto» pronuncié estas palabras: «Solamente nos queda un camino: triunfar. No es posible convocar a un pueblo; comprender e interpretar sus necesidades; prometerle remedios efectivos para sus males mayores, y ofrecerle después, tranquilamente, soluciones incompletas.

»Eso sería traicionar a ese pueblo, que ha confiado en nosotros; sería traicionar a nuestras mujeres, que han venido a auxiliarnos trayéndonos lo que siempre nos falta a los hombres: pureza; sería traicionar a nuestros hijos, para los cuales queremos ganar una patria honrada de veras; ¡sería traicionarnos a nosotros mismos en el propósito que hemos hecho y en el juramento que hemos prestado ante las tumbas de los que nos dieron la libertad!… »No es posible arrancar a los viejos generales de los sitios en donde descansan de sus fatigas gloriosas, y traerlos a la ciudad para que sirvan de mensajeros a una Asamblea circunstancial… »

Hoy es bueno repetir esas palabras. Aquel criterio mío, lo mantengo ahora con más convicción que nunca, y sé que’ lo comparten todos los miembros del Consejo Supremo Provincial,  todos los directores del Movimiento de Veteranos y Patriotas,  todos los cubanos que tengan el concepto de la responsabilidad del hombre ante la historia. Y sólo podrán olvidarlo incidentalmente temperamentos que, dignos, pero candidos,  caigan en las mallas de una dialéctica de hipócrita o en las garras de un picapleitos astuto.

He ahí nuestra intransigencia. Se nos llama intransigentes porque no queremos ni vamos a entrar en un arreglo, que sería siempre una transacción sobre el honor nacional. Se nos llama intransigentes porque mantenemos, y seguiremos manteniendo, un programa de rectificación salvadora y no estamos dispuestos a ceder un ápice en nuestras peticiones, que todo ciudadano  honrado encuentra justas.

Para acercarse a los Veteranos y Patriotas, para llegar a nuestro lado en forma digna, y no reptando sobre babas resbalosas de promesas hipócritas, para poder hablar con el general García Vélez, hay un puente, un solo puente: nuestro programa. Cumplir ese programa es cruzar el puente, es estar a nuestro lado, es solucionar la espantosa crisis del presente, es tomar una posición desde la cual se afronten las crisis del porvenir: eso sería, en resumen, convertir en honrado nuestro Gobierno, sería, en fin,  nuestra victoria. Pero a darnos esa victoria se resiste todo el  cúmulo de intereses bastardos e ilegítimos, nacidos y amparados precisamente bajo las leyes que combatimos. Por eso, el puente no se cruza; por eso, no se cumple nuestro programa.

La intransigencia, pues, existe de parte del Gobierno. Y esa intransigencia nos nos sorprende, ni nos indigna. Una rectificación noble y verdadera salva toda una vida de error; pero es difícil que, de la noche a la mañana, se conviertan en hombres sinceros y honrados los que vivieron siempre en el engaño y el delito; difícil es que surja la aptitud del sacrificio en los que tienen el alma envilecida por la codicia; difícil es que escuchen al pueblo los que solamente le consideraron como escalón necesario, pero despreciable, para alcanzar un sitio desde el cual se le burlara con impunidad. Bien sabemos que es más fácil regatear en la joyería una prenda para la amante que regatear en los escaños del Congreso una ventaja para el pueblo; y es más cómodo mantener y gozar una quinta de recreo, que mantener y sacar triunfante un criterio contra todos los obstáculos y todas las tentaciones.

Todo fenómeno es natural y explicable cuando se conocen los factores que lo producen; los incapaces, los débiles y los malvados, no es extraño que alquilen su pensamiento y su conciencia.

La esperanza que tuvieron algunos de que el clamor público fuera oído, atendido y satisfecho, ha sido defraudada; tal como sospechaban los que conocían la sordera, la incapacidad o la indiferencia de aquellos a quienes se elevaba ese clamor. En ese sentido, la palabra ha sido inútil. «Margaritas a cerdos…» No hay que pedir peras al olmo. ¡Si se quieren peras, arranqúese el olmo y plántese y cuídese debidamente el peral, que no negará el fruto al hombre que lo mereció como recompensa a su trabajo!

A estas verdades llaman lirismos los que no pueden comprenderlas; pero no por ello dejan de ser verdades: verdades como puños,  amenazan y lastiman. Y a la decisión firmísima de no entrar en discusiones sobre el honor de un pueblo, se le denomina intransigencia… ¡La palabra, la sinceridad y la  honradez, han estado siempre en descrédito entre los delincuentes!…

De una parte, se nos tilda de intransigentes, de otra, se teme que vayamos a transigir. Ni lo uno ni lo otro. Aquí no se trata de transacciones. Hay un programa que representa las aspiraciones legítimas de un pueblo; hay una gran parte, la mayoría de ese pueblo, que mantiene y mantendrá ese programa; hay unos cuantos gobernantes, ineptos, inconscientes o viles, que deben aceptar la voluntad de ese pueblo, a través de ese programa que significa la salvación común. Y es inútil toda gestión que no vaya a ese fin, inútil toda argucia que tienda a desvirtuar la opinión, inútil todo entretenimiento en problemas accesorios, inútil toda promesa, aun la promesa de buena fe. Precisa el acto de  contricción y el acto que exteriorice la voluntad de cumplir el ofrecimiento que se haga; hay que tener la virtud de reconocer los errores pasados.

Nuestro programa está en pie. Huelga otro medio de conciliación que no sea su cumplimiento estricto. Cuenta a cuenta, hay que rezar ese rosario de rectificación. Así creerá el pueblo en el arrepentimiento de los malos: esa penitencia es la única bastante para que otorgue el perdón a los que lo merecerán entonces. Y nada de subterfugios y saltos, y rezar avemarias de pensiones, pasando por alto padre nuestros de Tarafa y Lotería. Medidas radicales que beneficien al mayor número posible de ciudadanos y extirpen de una vez los males mayores, eso queremos. Ésa es nuestra intransigencia: ése es el único pacto posible entre el pueblo y sus gobernantes: que la honradez se imponga a la ignominia.

Y nada más. Hace cerca de sesenta días que el pueblo está tronando. Vanamente. Los pigmeos se burlan de la tempestad. Hoy, la tronada es una advertencia, acaso una amenaza. Mañana, el rayo será purificado por la historia.

El Universal, 10 de octubre de 1923. Copia
facilitada por Ana Núñez Machín.

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