Impresiones de John Howison de La Habana de 1825

Por: John Howison
En: Foreign Scenes and Traveling Recreations

Las causas aproximadas de la fiebre amarilla no han sido todavía correctamente establecidas, y por lo tanto es difícil explicar porqué esta epidemia prevalece tanto en la Habana. La ciudad está ciertamente llena y rodeada de focos infecciosos. Las calles están mal aireadas y odiosamente sucias; el agua es repulsiva al ojo y al gusto, y la bahía forma un receptáculo para las innumerables impurezas que le arrojan a diario cuatro o cinco cientos de navios de todos los tamaños y descripciones.

Las miasmas que surgen de tal cantidad de materias putrecentes, conjuntamente con el ardiente calor del sol, pronto operan sobre una constitución europea y producen las más fatales consecuencias. A menudo, dos tercios de la tripulación de un barco recien llegada a puerto, cae víctima de la fiebre amarilla en el curso de pocos días. Aquellos que escapan al primer ataque de la enfermedad, están generalmente exentos del segundo, a menos que abandonen la Habana y regresen a ella después de residir algunos meses en algún clima septentrional.

Los protestantes que mueren en Cuba no pueden ser enterrados entre los católicos; y por ello, el hotelero ya mencionado, tiene un cementerio de su propiedad en el cual se depositan los cadáveres de los ingleses y norteamericanos; sin embargo, en los últimos años, la mortalidad ha sido tan grande que ese lugar ha resultado demasiado pequeño y los ángulos de los montones de ataúdes que lo abarrotan pueden verse proyectándose a través de la tierra.

Los españoles de las clases altas, en general, no se asocian con los ingleses y norteamericanos que residen en la Habana. Los últimos, por tanto, forman un círculo entre ellos, el cual, como bien puede suponerse, no es muy refinado ya que sus miembros no son más que aventureros mal educados y casi analfabetos. Pocos extranjeros tienen en la Habana establecimientos domésticos de su propiedad, sino que usualmente, se congregan en casas de huéspedes. Al vivir aquí sin las restricciones impuestas por la sociedad femenina y sin la vigilancia de buenas costumbres inherentes a sí mismos, degeneran en un conjunto bastante desagradable y turbulento. Como están continuamente en su propia compañía sus conversaciones e ideas están impregnadas de ese manerismo que prevalece entre los habitantes de pequeñas aldeas y entre los empleados de las oficinas públicas. Tienen sus propias bromas, sus propios dicharachos y su propio estilo de diversión; todo lo cual es al principio tan ininteligible para un extranjero, como es de estúpido y vulgar cuando después logra entenderlos.

Un inglés o norteamericano de la clase arriba descrita lleva una forma de vida bastante despreciable. Si es un comerciante, despacha todos sus negocios en el curso de la mañana y debe por tanto idear algo en qué ocuparse de un modo u otro hasta la hora de comer. En las Antillas, ningún hombre lee nunca nada a no ser una factura o un conocimiento de embarque; consecuentemente, la idea de leer un libro no entra en la mente de nuestro holgazán, a no ser en un domingo lluvioso, cuando tal vez debe esforzarse en matar el tiempo inspeccionando su libro mayor.

Su único recurso entonces es ir al café y fumar tabacos y tomar ponche con sus conocidos y observar a los jugadores de billar. Aquí encuentra a alguno de su grupo y holgazanea con ellos entre la multitud de españoles pobres y ociosos que atestan el lugar y lanzan miradas ceñudas y malévolas a todo extranjero. En la tarde, regresa a la casa de huéspedes, come, duerme una siesta, y concluye la velada con cartas y brandy con agua.

Aunque las damas de la Habana estén exentas de las restricciones personales que las costumbres de España anteriormente impusieron sobre el sexo, el clima y los hábitos de Cuba les impiden mostrarse en público tanto como desean. Ninguna mujer respetable sale jamás salvo para ir a misa, y consecuentemente los miembros femeninos de aquellas familias que no pueden costearse una volanta, se hallan casi por completo confinadas en sus respectivas casas en las que pasan la mayor parte del día atisbando desde sus ventanas hacia la calle. Las damas de Cuba no tienen en general gusto para las ocupaciones domésticas; y la languidez física que producen los climas tropicales excusa suficientemente su indolencia a este respecto. Valoran tan poco el hogar como las francesas, y no tienen otros placeres que los que se derivan de las visitas a los lugares públicos de recreo.

Los hombres casados en la Habana no son las personas celosas e intratables que los esposos españoles tiene de antiguo fama de ser. Tampoco encierran a sus esposas ni las ponen bajo la vigilancia de dueñas. Consecuentemente, no hay incentivos para la intriga romántica, y la galantería deviene el lugar común que es en la mayoría de los otros países. Un hombre puede andar a través de las calles de la Habana a cualquier hora de la noche sin encontrar nada que se parezca a un amante, y no tiene oportunidad jamás de que su sueño sea agradablemente perturbado por la armonía de una serenata.

Los más interesantes y frecuentados lugares públicos de recreo en la Habana son los bailes, los que tienen lugar durante los festivales religiosos. En tales ocasiones se acostumbra que dos o mas individuos, que tienen grandes casas en la vecindad de la iglesia donde se celebra la festividad, abran sus puertas para la recepción de visitantes selectos, ninguno de los cuales paga nada excepto cuando piden refrescos; la ganancia por la venta de éstos sirve para sufragar los gastos de luces y música.

Una transacción de esta clase no es mal vista en absoluto; porque ocasionalmente tiene lugar bajo los techos de familias muy ricas y respetables; mientras personas de rango inferior en la barriada usualmente adoptan el mismo plan y permiten que sus casas se conviertan en lugares de expansión para las mas bajas clases de la sociedad. Asistí a dos de estos bailes como los que se efectuaron cerca de la iglesia de las Mercedes. El aspecto que presentaban las calles colindantes no era lo menos interesante de la exhibición. Una gran variedad de kioscos y tenderetes alumbrados con antorchas, y atendidos por negros, era lo primero que llamaba la atención. Multitud de esclavos y mulatos se movían hacia adelante y hacia atrás entre ellos hablándose vocingleramente unos a otros; mientras, a intervalos, un grupo de elegantes damas españolas, vestidas de blanco, se deslizaba a través del grueso de la multitud en su camino hacia el salón de baile.

La forma antigua y puntiaguda de la iglesia de las Mercedes se revelaba por momentos a la luz de las antorchas, y en otros; por la radiación incierta de una luna empañada por las nubes. Las calles que divergían a uno y otro lado, estaban a oscuras, melancólicas y desiertas, y todo lo alegre, activo y animado en la Habana parecía haberse concentrado en un punto.

Al entrar en la casa donde se efectuaba el baile, me encontré en un gran salón, cuya parte más baja estaba ocupada por mesas de juego.

La gente que compone las clases más bajas de la Habana son de tres tipos diferentes, a saber, negros libres, esclavos y españoles. Todos son muy disolutos y faltos de principios; y, según creo, la ciudad es escenario de más ultrajes y crímenes osados que cualquier otra de su tamaño en el mundo civilizado. Los asesinatos son tan frecuentes que llaman poco la atención; y asalto y robo son cosa corriente cuando un hombre pasa solo y de noche a través de un barrio solitario de la ciudad. Aquellos que tienen que salir de noche, usualmente llevan espadas o pistolas, o andan juntos en grupo para mutua seguridad; y dos individuos que se encontraran en la oscuridad se mirarían sospechosamente el uno al otro y escogerían diferentes lados de la calle.

Este depravado y desordenado estado de cosas puede adscribirse a tres causas: la ineficacia de la policía de la Habana, el amor al juego y a la disipación que prevalece entre los estratos inferiores, y la facilidad con que la absolución de los mayores crímenes puede obtenerse de aquellos en los que el pueblo ha sido enseñado a depositar sus conciencias y sus preocupaciones espirituales. De hecho, la religión católica, tal como existe ahora en Cuba, tiende a alentar más que a eliminar el vicio. Debemos suponer, por ejemplo, que un hombre se apodera de cien dólares por medio del robo o el asesinato, y que la iglesia le garantiza la absolución por la mitad de la suma así obtenida ilegalmente, es evidente que él ganará cincuenta dólares por toda transacción, y se considerará tan inocente como lo era antes de cometer el crimen.

En las calles de la Habana ocurren varios asesinatos cada semana; pero uno no se enterará de esto por los periódicos, ni por los propios españoles, ya que tanto el gobierno como los particulares están ansiosos de ocultar a los extranjeros el reprochable estado de su ciudad. Cuando el cadáver de un extranjero, o persona de bajo rango es hallado, se le tiende sobre el pavimento en frente de la prisión, y se le deja allí hasta que es reconocido o reclamado por parientes o conocidos; y, por lo tanto, sólo aquellos que tienen que pasar por el lugar de exposición temprano en la mañana, saben cuan a menudo se comete un asesinato.

A pesar de todo esto, rara vez ocurren en la Habana ejecuciones públicas. La negligencia de la policía permite que cuatro de cada cinco ofensores escapen a la detención; mientras muchos de los que son aprehendidos y condenados a muerte se las ingenian para evadir el castigo de la ley. El clero es igualmente poderoso y corrompido y ningún hombre tiene que subir al cadalso en la Habana, cualquiera que sea su crimen, si tiene los medios para satisfacer la rapacidad de la iglesia y sobornar a las autoridades civiles. Un criminal pobre y sin amigos es ejecutado pocos días después de que ha sido dictada su sentencia; pero una persona rica e influyente generalmente se las arregla para posponer la pena capital por una serie de años, y al fin lograr que se le conmute por una multa o la prisión.

Tuve ocasión de conocer tres instancias de este tipo mientras estuve en Cuba. En un caso, dos muchachas, que fueron halladas culpables de haber asesinado a su madre, bajo circunstancias de la más profunda atrocidad, fueron condenadas a muerte. Su crimen excitó la indignación pública en un alto grado, y nadie pensó que tuvieran derecho a la más mínima misericordia o indulgencia.. El populacho esperaba ansiosamente el día señalado para la ejecución, pero cuando este llegó las criminales no fueron presentadas. Pronto se anunció otro día, el cual, sin embargo, también pasó sin que con él llegara el castigo. Después de esto, las dos matricidas y la lenidad mostrada hacia a ellas, gradualmente dejaron de interesar a la opinión pública, y al final, se declaró que infortunadamente habían escapado de la prisión y abandonado la Isla. Pero al cabo del tiempo salió a la luz que un tío rico, por medio de donativos a la iglesia, había logrado diferir dos veces la ejecución de sus sobrinas y, finalmente, que las autoridades civiles en privado les facilitaran los medios de escapar a la Florida.

Hace algunos años, un español que vivía en los suburbios de la Habana descubrió que su esposa sostenía una correspondencia criminal con su confesor. Obcecado por los celos contrató un negro para asesinar al sacerdote. Cuando el asesino hubo cumplido su propósito, se fué a la casa de su empleador a altas horas de la noche y le dijo lo que había hecho, y demandó la compensación prometida; pero el español o no quiso o no pudo dársela y se intercambiaron algunas palabras gruesas, las que habiendo sido oídas por los vecinos, descubrieron todo el asunto. El español fue detenido, juzgado, encontrado culpable, condenado a muerte. Sin embargo, por medio del soborno, logró dilatar su ejecución por más de dos años. Habiéndose agotado sus fondos, la cruz negra y las linternas, la aparición de las cuales anuncia en la Habana que sólo quedan al criminal dos días de vida, fueron exhibidas ante las ventanas de la prisión. Pero a la mañana siguiente, para asombro de todos, fueron súbitamente retiradas; porque el desgraciado matador había, en un esfuerzo desesperado, logrado reunir la pequeña suma de dinero, y había comprado con ella un respiro de unas pocas semanas. Al expirar este lapso, fue llevado al cadalso y ejecutado.

 

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