Viejas costumbres cubanas: el viático, la dieta criolla, los entierros

Por: Luis Bay Sevilla
En: Arquitectura núm. 112 (noviembre 1942)

Una distinguida dama, que nos honra con su amistad, respetable por sus años y los altos prestigios sociales de que disfruta, tuvo la gentileza de invitarnos a su casa para comentar, con nosotros, el trabajo titulado “Costumbres habaneras de los siglos XVI al XIX“, dado a la publicidad en el último número de Arquitectura,

apuntes que, bondadosamente, calificó de interesantes porque contienen antecedentes his­tóricos de nuestro pasado colonial, conocidos de ella, o mejor aún, vividos por ella, bien por ser testigo presencial o bien por habérselos oído a sus padres y abuelos cuando, según nos confesó, mis “cabellos eran rubios y mi cutis terso y son­rosado“.

—”Pero debo reñirle, agregó amable y son­riente, porque olvidó usted algo muy habanero y muy emotivo que veíamos con frecuencia en las calles de nuestras ciudades y pueblos hasta fines del siglo XIX, aunque ya desaparecido, acaso para siempre: el viático.”

Era costumbre entonces, cuando un enfermo se encontraba en grave estado y en peligro de muerte, llamar al sacerdote para que brindara a esa persona los auxilios de la religión cristiana, recibiendo la muerte, confortado por la fe y en la Paz del Señor.

El sacerdote, acompañado del sacristán, y lle­vando consigo la sagrada hostia de consagración, ocupaba un vehículo que era generalmente un coche tirado por un solo caballo, porque en aquel entonces no existían los automóviles. Delante del vehículo iba el monaguillo con una campanilla, avisando a los vecinos el cruce de la Divina Ma­jestad, uniéndose a la comitiva muchas personas, algunas con velas encendidas, que acompañaban al viático.

En igual forma, las familias de las casas co­rrespondientes a las calles por donde cruzaba el viático, sacaban velas encendidas y puestas de rodillas presenciaban el paso del viático. Aquellas que tenían piano, dejaban escuchar los acordes de la Marcha Real al cruce de la Divina Majestad.

Igualmente, al cruzar el viático por frente a algún puesto militar, se formaba la guardia en la acera mientras cruzaba la comitiva, destacán­dose dos números para que acompañasen al sa­cerdote.

Los acompañantes, al llegar a la casa del en­fermo, quedaban en la puerta, en espera de la salida del sacerdote y nuevamente le acompaña­ban al regreso, hacia la parroquia de donde pro­cedía.

Era entonces costumbre de muchas familias habaneras, cuando adquirían un carruaje, faci­litárselo antes de usarlo, al párroco de su feli­gresía, para que fuese estrenado por éste al ir a administrar el sacramento de la extrema unción a un enfermo grave.

Esta costumbre aún persistía en los primeros años de este siglo y, según nos cuenta nuestra amiga, fué practicada por la familia del Coronel Julio Morales Coello, al adquirir un vehículo, para el uso propio y de los suyos.

Si la salida del viático era en horas de la no­che, entonces, junto al monaguillo que avisaba a los fieles con la campanilla el cruce del viático, iba otro con un farol, alumbrando el paso de la comitiva.

En los pueblos del interior, el sacerdote y de­más acompañantes iban a pie, y en ocasiones, al igual que en la capital, la comitiva se veía acompañada de numerosos fieles, adquiriendo el acto extraordinario lucimiento.

*

—”Otro tema que usted omitió en su intere­sante trabajo, nos dijo después esta bondadosa dama, es el que se relaciona con las ceremonias de Semana Santa, que entonces revestían extra­ordinaria solemnidad.”

—El jueves, a las diez de la mañana, se para­lizaba totalmente el tránsito de carruajes, por lo que resultaba muy interesante la visita a las es­taciones, que se hacía a pie. Las damas, lucían esedía la clásica mantilla española, con una dis­tinción característica para diferenciar el Jueves delViernes Santo, pues en el primero de esos las llevaban en el busto o en la cabeza, flores naturales, y en el Viernes Santo no llevaban flores,

Eran entonces muy típicas las procesiones de Jueves Santo, principalmente la del Cristo de la Vera Cruz o del Cruxificado. El Viernes, se celebraba la del Santo Entierro. El Sábado de Gloria, lo caracterizaba el repique de campanas a las diez de la mañana, pues desde el jueves, a la misma hora, se usaban sólo las matracas, sin que se oyera, ni una sola vez, el tañido de las campanas. Era esa la señal para que los carruajes comenzaran a circular.

Como una típica costumbre popular, muy arraigada entonces en el alma del pueblo, en ese momento se llevaba a cabo la quema o ahorcamiento de Judas Iscariote, que se hacía simbóli­camente, quemando un muñeco en una plaza pública. Este muñeco, por ser de paja, era de fácil combustión, y, el regocijo de la gente era mayor, cuando comenzaban a explotar los cohetes y bombitas que previamente se habían colocado endistintos lugares del interior del mismo.

En la mañana del Domingo de Resurrección, machas personas concurrían a la tradicional pro­cesión llamada del Santo Encuentro, que todavía se celebra hoy en la parroquia de Güanajay. En esta ceremonia se representa, simbólicamente, el encuentro de Jesús Resucitado con María y las Santas Mujeres. Esta ceremonia se lleva a cabo, saliendo por rumbos distintos las dos pro­cesiones, una con Jesús y algunos otros santos y la otra con María, acompañada de otras imáge­nes, las que deben converger a una hora deter­minada en un lugar que previamente se señala, siendo muy emotivo el momento del encuentro, en que los portadores de las imágenes corren unos al encuentro de los otros.

Era en aquellas fechas una costumbre muy co­rriente, que inmediatamente después de la Se­mana Santa, y a los efectos de que pudieran cumplir con el precepto pascual de la comunión, los enfermos imposibilitados de concurrir a los templos, llevarles a sus domicilios la comunión pascual, a cuyo efecto, los domingos, después de la Misa Mayor, se organizaba una procesión, que era muy semejante a la del viático, pero no sellevaba a los moribundos, sino a aquellos que su estado de salud no ofrecía peligro de muerte. A esta ceremonia se llamaba de la Majestad enpúblico.

Las ceremonias de Semana Santa, revestían en Trinidad un esplendor extraordinario y eran muchas las familias habaneras que se trasladaban a ese lugar y concurrían a estos actos religiosos, invitadas por las que habitualmente residían en­tonces allí y que eran entre otras mas, las de Iznaga, Cantero, José Mariano Borrel, Marqués de Guáimaro, Bécquer, Conde de Brunet….

El fanatismo religioso de la época era tal, que la alta nobleza cubana usaba en sus comidas una vajilla especial en los días de Semana Santa.

De este tipo de vajilla es la sopera en porce­lana blanca, con plato, y orlada con dibujos en colores de tonos lila y oro, que fué de uno de los ascendientes del actual Marqués de Aguas Claras, exhibida en una “Exposición de Soperas“, cele­brada últimamente en el LyceumLawnTennis Club.

En la época a que nos estamos refiriendo, primer cuarto del siglo XIX, la moda femenina era la siguiente: traje estrecho con bordados de mos­tacillas en los bajos de la falda, mangas cortas y anchas en forma de globo, y un peinado alto, que se asemejaba por las flores a un ramillete en día de natalicio.

Los hombres usaban el pantalón estrecho, como funda de escopeta; casaca azul con botones do­rados y sombrero de felpa de copa estrecha y de doce pulgadas de altura. Cuellos de puntas que llegaban hasta los extremos de la boca y una corbata ancha y larga, que daba la sensación de una culebra enredada al cuello.

Debo decirle algo que acaso usted ignore y es que el día 13 de febrero del año 1841, se sintió en Trinidad un frío muy grande, llegando la columna barométrica a descender hasta cero grado. Es, agregamos nosotros, la temperatura más baja que se ha conocido en Cuba, en todo tiempo.

¿Conoce usted, nos dice entonces, el maravi­lloso libro escrito por el Sr. Enrique Serpa, de­dicado exclusivamente a Trinidad? Asentimos afirmativamente y comentamos entonces, con nuestra respetable amiga, el admirable capítulo que dedica Serpa a las ceremonias religiosas deSemana Santa que todavía se celebran allí todos los años, con idéntico esplendor y solemnidad.

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La dieta y las costumbres del cubano, en cuan­to a la comida se refiere, han variado completa­mente. Hace cien años, el cubano almorzaba a las nueve de la mañana, comía a las cuatro de la tarde y cenaba a las nueve de la noche, tomando generalmente chocolate con tostadas.

La dieta del cubano, en aquellos tiempos, era abundante en frutas. Después la fué abandonan­do gradualmente y así se mantuvo hasta los días de la Primera Intervención Norteamericana, en que de nuevo comenzó a figurar la fruta en sus comidas.

A medida que avanzaba el siglo XIX, la co­cina española fué adquiriendo entre nosotros una mayor popularidad, desplazando la antigua y genuina cocina cubana. De tal modo fué así, que, en los finales de este siglo, casi todos los platos que se veían en las mesas cubanas eran general­mente españoles: bacalao a la vizcaína, patas a la andaluza, cocido a la española, caldo gallego, fa­bada a la asturiana… el ajiaco, llegó a ser, entre nosotros, un plato raro y vergonzoso. Nadie a excepción de las familias humildes lo comía, y era muy raro verlo en las mesas de nuestros an­tepasados ricos.

Hace unos cien años, la fruta bomba era con­siderada como una fruta beneficiosa para los éticos, que era como entonces se les llamaba a los tuberculosos. Después, esta fruta fué recha­zada porque se le calificaba de insípida. Y es bien reciente la aceptación que de nuevo tiene, pues se la considera muy beneficiosa para los enfer­mos del estómago, por la gran cantidad de pep­sina que contiene.

Hace aproximadamente un siglo, el poeta Plá­cido escribió su famosa composición dedicada a la piña, sin que, posteriormente, ningún otro poeta cubano haya cantado a nuestras frutas.

En aquellos tiempos era muy heterogénea la dieta del cubano, en relación con la región don­de habitaba. En la actualidad, por la facilidad de los medios de transporte, esto se ha ido unifi­cando y lo mismo comen hoy los que viven en Oriente como los de Occidente.

Una reminiscencia de esa diversidad de dieta, era el frangoy: un plátano macho cocinado con azúcar. La gaciñagaera una especie de panetelamuy sabrosa, hecha con harina de yuca, muy po­pular en Camagüey.

El plátano paso de Baracoa no se conoce en ninguna otra región de Cuba. Es el plátano pa­sado, como la uva pasada es la pasa y la ciruela pasa la ciruela madura que se ha pasado. Hay, en las frutas, unos procesos fermentativos quelas conservan largo tiempo y las hacen deliciosas al paladar.

En el Valle del Yumurí, cercano a la ciudad de Matanzas se cultiva un tubérculo muy pare­cido a la malanga, pero que es mucho más agra­dable que ésta.

En Oriente, existe una diversidad de dieta que es totalmente distinta a la del resto de Cuba, por la influencia franco-haitiana. Han existido allí, por esa influencia, platos especiales que no se conocían en la región occidental. Esta diversidad no sólo se manifiesta en la composición de cada plato, sino basta en el nombre de los mismos.

Un ejemplo de esto es lo que nosotros llamamos moros y cristianos, que es un plato hecho a base de arroz y frijoles negros, cocinados jun­tos. En Oriente ese mismo plato se le conoce con el nombre de congrí que es una contracción de la frase francesa congo et ritz, que traducida al castellano quiere decir frijol y arroz.

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El primer cadáver que se embalsamó en La Habana fué el de la señora Isabel de Herrera y Barrera, esposa del primer Marqués de Almendares. El embalsamamiento lo realizó el sabio médico Nicolás J. Gutiérrez, uno de los funda­dores de la Academia de Ciencias, quien había comprado el secreto al francés M. Grannal, y que consistía en inyectar al cadáver por la ca­rótida, una sustancia que tendía a su conser­vación.

Cuando esta señora falleció, el 3 de junio del año 1841, su esposo hizo figurar en la lápida de mármol que cubría su fosa, en el Cementerio de Espada, esta frase: Embalsamada a perpetuidad.

Desde entonces se puso de moda embalsamarlos cadáveres y fué después una demostración de opulencia en las familias dolientes.

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Los entierros en La Habana, a mediados del siglo XIX, llamaban la atención por el aparato ostentoso con que se tendían los cadáveres en la casa mortuoria.

Era generalmente en la sala, cuyas ventanas se abrían de par en par, para dar a la exposición toda la publicidad posible. Se levantaba un ca­tafalco suntuoso, compuesto de dos paralelepípedos, de mayor a menor, en cuya cara superior, que en ocasiones llegaban casi al techo, se colo­caba el féretro. Seis y hasta doce grandes blan­dones con velas de cera y otros tantos candeleros con velas menores, se colocaban alrededor del túmulo, sobre el pavimento cubierto con alfom­bras de color blanco y negro. Las velas estaban encendidas, hasta que salía el entierro. En los más lujosos se encerraba el féretro en una urna de cristal y se tapizaban las paredes con cortinas negras. La conducción del cadáver al Cementerio de Espada, se hacía en coches mortuorios, tirados por seis y hasta ocho parejas de caballos, enman­tados y con vistosos penachos amarillos y negros. Acompañaban al carro de seis a veinticuatro sir­vientes blancos, vestidos con libreas de color ne­gro, los que cargaban el féretro para colocarlo ybajarlo a la fosa. Estos acompañantes, reempla­zaron a los antiguos zacatecas, que eran unos ne­gros vestidos con descomunales casacas de librea de color rojo, calzón corto, zapatos bajos con hebillas y sombreros al fres, es decir, de tres picos.

El luto no se ceñía sólo a los vestidos. Las ven­tanas que daban a la calle permanecían cerradas seis meses consecutivos y los cuadros, los floreros y demás objetos de adorno del estrado principal eran forrados con lienzos de color blanco.

En el vestido de luto riguroso no podían los hombres usar chaleco de seda ni casaca de paño. Toda la ropa era de alepín u otro género de seda o lana, pero sin brillo, lo que hacía necesario el triste recurso de preparar el luto, cuando el en­fermo aún vivía. Las mujeres no podían usar encajes, ni ningún adorno de oro o piedras. En los medios lutos, entraba el color morado, a más del blanco.

El luto de padre duraba dos años; el de her­mano uno y el de viudez toda la vida.

Como podrán juzgar aquellos que nos leen, el modernismo actual ha modificado totalmente nuestras costumbres, en todos los aspectos de la vida.

Y confieso, con tristeza, que, en la mayoría de los casos, degeneran lamentablemente hacia un libertinaje que me inquieta pensar a dónde ha­brá de llevarnos.

 

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