La Plaza de San Francisco y la Comandancia de Marina vista por Samuel Hazard

Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz

Podemos ir ahora a la plaza de San Francisco, que está entre las calles de Lamparilla, y Amargura, frente al muelle de Caballería, a la que llegamos atravesando la calle de  Oficios, donde está la Aduana.

A la entrada de la plaza, en el viejo y amarillento edificio de la esquina, a mano izquierda, está el hotel Europa, que antes se llamó “Hotel Almy”, probablemente uno de los más celebrados de la ciudad, en su época. Allí murió el explorador ártico Dr. Kane. Ocupa el hotel el segundo piso, sobre un almacén. El edificio de apariencia vetusta que está al otro lado de la plaza, es la antigua iglesia de San Francisco, cuyas antes sagradas naves se utilizan ahora como almacén de la Aduana.

Se asegura que la vieja iglesia fué en su tiempo la mejor de la ciudad. Fué consagrada en 1737 y clausurada en 1843. Su torre es hoy la más elevada de la capital, y su peso inmenso es soportado por los arcos de la entrada principal.

Es un edificio de apariencia singular, que ha sido objeto de algunos cambios para ser adaptado a propósitos comerciales. Las torres han sido despojadas de sus campanas y se le ha dotado de una nueva puerta. El frente de la iglesia, en la estrecha calle de Oficios, no es de gran valimento, pero en dos nichos, situados uno a cada lado del frontis, hay raras estatuas de piedra, de monjes, uno de los cuales por su peculiar ropaje se ve que es un franciscano.

Cuando uno contempla a estos pétreos personajes, que han permanecido allí durante tantos años, nos acude el pensamiento de que han sido unos magníficos centinelas. Apostado cada uno de ellos en su nicho, al igual que un centinela en su casilla, permanecieron allí haciendo lo que se les encomendó, sin que durante tantos años experimentaran ningún cambio. Allí estuvieron año tras año, hasta que vieron aquellas puertas que sólo daban entrada a los devotos, abrirse para que penetraran los profanos con sus fardos de géneros; allí, calmosos e inmóviles, han visto las activas muchedumbres de edades pasadas, y todavía continúan impasibles e inanimados como en los días de antaño, contemplando como las activas muchedumbres de hoy siguen cruzando la puerta, sin que muchos de los que pasan, dirigiendo apenas una casual mirada a los estólidos personajes, sepan, y mucho menos les importe saber, que éste fué el primer lugar donde sus abuelas se prosternaban y oraban. Aunque el mundo ha cambiado, aunque gobernador tras gobernador han venido y se han ido; aunque el pequeño grupo de casas que originariamente constituían el primitivo pueblo se convirtieron en el vasto conjunto de lo que es hoy una bonita ciudad; aunque otras iglesias se erigieron —y no obstante el bramido de la tempestad y el azote de las imponentes olas que con la salvaje furia de un huracán tropical se estrellaban a sus pies,— todavía siguen enhiestos, sin un músculo cambiado o alterada su posición desde que por vez primera fueron colocados, como montando una guardia, en su atalaya de piedra.

Pasándola través de la hermosa puerta de hierro que separa la plaza del muelle, se entra en el desembarcadero conocido por “Caballería”, que es una porción de los sucesivos muelles que se extienden del Castillo de la Fuerza a los cuarteles de la Marina. Aquí, por las mañanas, hallaréis una atareada muchedumbre de comerciantes, dependientes, etc., hablando, fumando y efectuando sus transacciones —porque en realidad esto es una especie de Lonja,— en tanto que el trabajo material lo efectúan robustos negros y atezados trabajadores de diversos países.

Toda la serie de muelles está tan completamente cubierta de techos, que se puede andar una considerable distancia sin exponerse a los rayos solares, divirtiéndose uno examinando la variedad de buques, en número considerable, unos al lado de otros, de todos los países del mundo.

En esta agradable ciudad marítima de la Habana los boteros reemplazan a los cocheros que nos asaltan al salir de una estación. Aquí, en el momento que ponéis los pies en un muelle, los boteros se imaginan que necesitáis una embarcación, y una turba de ellos os rodean inmediatamente, vociferando cada uno el nombre de la suya.

No sin considerable dificultad lográis veros libre de aquella gente atezada, con apariencia de piratas, que no cesan de deciros, todos deseosos de que les utilicéis para un paseo en el agua.

¿Quiere bote, señor?

Muelle de la Machina. Dibujo de Samuel Hazard

El muelle de la “Machina”, situado al lado del de Caballería, le sigue en importancia. Cuando abandonéis la plaza de San Francisco, no olvidéis de decirle al cochero que os conduzca al “Correo”, que se halla al extremo de la calle de Riela, más arriba de la Machina.

Frente a la entrada principal del Correo está la “Comandancia de Marina” o sean las oficinas del Comandante de Marina, con marineros de centinela en la puerta. La calle entre los dos edificios está cubierta por una arcada.

El servicio de correo para toda la Isla es diario, y se cierra generalmente a las 4.30 p. m. Tarda seis días la correspondencia de la Habana a Santiago de Cuba, haciendo el recorrido parte en tren y parte a lomo de caballo. Entre pequeños lugares y pueblos sin facilidades ferrocarrileras, sólo hay correo dos veces a la semana. Las cartas que se envían desde los Estados Unidos, es mejor dirigirlas al Consulado o a las oficinas navieras o casas comerciales, que generalmente tienen un saco de correo privado en cada buque. Cada carta que se deposita en el Correo debe franquearse de la siguiente manera: Para la Isla, cada media onza, cinco centavos; para la ciudad (con dos entregas diarias, generalmente a las 7 a. m. y 3 p. m.) dos y medio centavos.

Los buzones, con el letrero de “Correo”, se encuentran diseminados en varios lugares de la capital. Para las cartas dirigidas fuera de la Isla, diez centavos por cada media onza. En el departamento de entrega de Correos, las cartas deben pedirse por el número, en vez del nombre, por la razón de que a la llegada de cada correo se hacen listas, que se colocan en cuadros a la vista del público, poniéndose al lado del nombre un número de orden.  El extranjero que ve su nombre en la lista, solicita la carta diciendo el número correspondiente.

Ahora gozaremos de la brisa de la bahía en el muelle de la Machina, que es el desembarcadero usado por los buques de guerra, y que de hecho es un almacén naval en pequeña escala. Los objetos que aquí probablemente interesarán más al extranjero serán la lancha oficial del capitán general, muy grande y adornada, un muy diminuto jardín, con las dimensiones de un regular salón, puesto allí al parecer con el propósito de mostrarnos lo pequeño que puede ser un jardín. Es muy bonito, con estrechísimos caminitos, matorrales, flores y una fuente con peces dorados y plateados, todo rodeado de una verja de hierro y guardado por algún marinero que se complacerá grandemente en mostrároslo con mayor agrado si le gratificáis con algo para beber. Es realmente un lugar curioso por su pequeñez. En adición, contiene dos de esas ridículas aves llamadas flamencos, que al parecer se las trata con cariño. Fueron los únicos que vi en la Isla, aunque se encuentran en diferentes partes de ella. Son de un delicado color rosado, que se degrada en un amarillento blancuzco, con cuellos muy largos, que constantemente contorsionan de la manera más ridícula; sus cuerpos cortos descansan sobre largas piernas, pareciendo como si estuvieran montados sobre zancos, con movimientos que hacen el efecto como si estuvieran inclinándose y saludándose unos a otros del modo más cómico.

Mas allá del muelle de la Machina están los buques de pasaje que cruzan la bahía hasta el pequeño pueblo de Regla, donde radican los maravillosamente grandes almacenes en que se deposita el azúcar, que se pueden ver al fondo del grabado del muelle de la Marina; igualmente se halla la estación del ferrocarril que va a Matanzas y a Guanabacoa. Los vaporcitos salen cada cinco minutos, costando el pasaje diez centavos.

Están muy bien construidos y provienen de los Estados Unidos (como casi todos los vapores en aguas cubanas), y los mantienen en buen estado, mejor que muchos de nuestros vaporcitos de pasaje. Cualquier mañana, cuando no se tenga nada más importante que hacer, resultará un viaje refrescante ir y volver en uno de esos vaporcitos, gozándose del bello espectáculo que ofrecen diferentes porciones de la bahía, los buques y la ciudad, y especialmente aspirándose la fresca brisa durante el viaje.

Al lado del embarcadero de estos vaporcitos, casi a continuación, están lo que se conoce por paseos. Son una especie de boulevard, que se extiende paralelamente a la bahía, dotado de árboles y un buen paseo, con sólido muro de piedra por el lado del mar, y fuentes y bancos de piedra a intervalos en toda su extensión. Algunas de las fuentes son muy bellas por sus formas artísticas.

El primero y más atrayente de estos paseos es la “Alameda de Paula”, construida en 1802 por el gobernador Marqués de Someruelos. También se le llama “Salón O’Donnell” (en honor del mariscal de este nombre, que fué inspector de la Isla). Está situado entre el muelle de Luz y el bastión de “Paula”, desde el que se domina la bahía.

Tiene bancos de piedra, árboles y al lado del mar un parapeto formado de una balaustrada de concreto, con ornamentos del mismo material, alternada por barandillas de hierro. En el centro se eleva una glorieta semicircular, dotada de asientos, y detrás de la cual hay una hermosa fuente de piedra, con una columna de mármol que ostenta trofeos militares y símbolos nacionales, distribuidos con gusto.

Sigue el “Paseo de Roncali”, desde el cual se obtiene una admirable vista de la parte superior de la bahía, con el castillo de Atarés en el fondo, contemplándose además la belleza de los contornos.

Es un magnífico lugar para, en noches de luna, gozar del espectáculo de la bahía. Sin embargo, no es muy frecuentado.

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