Por el promotor de lectura Adrián Guerra Pensado
Si los niños son los depositarios naturales de la cultura y de la posibilidad de que esta siga su curso histórico, y es el afecto el principal lubricante de su aprendizaje, las atmósferas de educación preescolar han de ser, obligadamente, espacios de enternecimiento y amor constante.
Somos lo que somos gracias al aprendizaje de los niños porque han sido ellos quien han conservado el modo de vivir de los adultos con los cuales convivían, para que eso suceda es necesaria la emoción que hace posible la intimidad en la convivencia con la permanencia del amor.
Desde el nacimiento padres e hijos comienzan a ver imágenes juntos, a compartir las rimas de las nanas infantiles, a reconocer objetos hogareños y a escucharse unos a otros compartiendo cantos y historias inventadas. Es común que el niño tenga un amigo imaginario que aparece solo para él cuando se siente aislado o desatendido. Las charlas y las historias con esos personajes, uniendo lo real con lo imaginario, puede dar a los padres “pistas” sobre “su mundo propio”. De un año y medio, ya el niño comienza a hablar en sus juegos, totalmente absorto en su mundo imaginario y personal. El niño imagina, crea y narra incluso antes de hablar correctamente, demostrando sus preocupaciones e intereses en cada momento.
Anécdota real del autor de LIBRURAS, Adrián Guerra Pensado.
Me encontraba una mañana en la parada de mi reparto esperando la guagua junto a otras once personas que ocupaban los dos bancos de la misma y el resto estaba desperdigado por detrás de la parada. El único que estaba de pie en el borde de la acera para poder ver a larga distancia la aparición del P7 era yo.
En uno de aquellos bancos, una madre se sumergía en su celular en tanto su pequeño hijo de 4 años hablaba con su amigo imaginario y se paraba, caminaba en círculo y gesticulaba. Dicha mamá no dejaba de obligarlo a que se sentara y estuviera quieto mientras ella se sumergía en las redes. Cuando esa señora enganchó una conversación con otra que compartía el mismo banco, yo, harto ya de tantos regaños injustificados, sabía hasta el nombre del niño pues su madre lo repetía constantemente. Decidí entonces liberar al pequeño. Ella ni se percató de que me acerqué a su hijo para decirle: “Eric, el único que podrá ver si viene la guagua, soy yo. No dejes de mirarme, si yo veo venir la guagua desde lejos, te voy a mirar y si tú ves que muevo la oreja derecha es que viene ¡ya!. Sólo lo vamos a saber tú y yo.
Nota: el autor desde joven descubrió que puede mover cualquiera de sus orejas por separado o a la par.
Eric se estuvo quietecito y no me dejó de mirar nunca. Cuando vi a lo lejos el P7, viré mi cara hacia él y moví varias veces mi oreja derecha. El chico le tomó el brazo a su madre diciéndole: “vamos mami que ya viene la guagua”. Ella le respondió: ¡déjame tranquila! ¿Qué sabes tú? Él volvió a halarle el brazo con más fuerza y le repitió: “¡que ya viene la guagua!” Había que ver la cara de asombro de esa señora cuando vio la guagua llegar y también el rostro triunfador de Eric.
Yo huí de ellos con una sonrisa de satisfacción muy mía por haber librado al pequeño. La gloria debía ser solo para él.
Muchos padres salen a la calle con sus hijos pero no los acompañan, no aprovechan el paisaje para nada, prefieren hallar otra persona con la que iniciar una conversación para pasar su tiempo y olvidan a sus pequeños que entonces, deben comportarse como un perrito echado junto a ellos.