Una valiosa lápida que debe retirarse del Museo Nacional

Por: Luis Bay Sevilla

En: Arquitectura (agosto 1937)

Hace algunos años podíamos ver adosada a la pared del café que aún existe en la esquina de Obispo y Oficios, una modesta lápida de pie­dra que conmemora el luctuoso su­ceso en que perdiera la vida la señora María Cepero, piadosa dama de las principales de la ciudad, como hija que era del gobernador, don Diego de la Rivera y Cepero.

Una de las versiones de este des­graciado suceso, al parecer la más verosímil, la recoge el historiador cubano don José María de la Torre en su libro “La Habana antigua y moderna” y según éste nos narra, el accidente se desarrolló, dentro del recinto de la primitiva Parroquial Mayor, en momentos de estarse ce­lebrando una ceremonia de carácter religioso, que costeaba la propia dama.

En el año 1557, existía en el mis­mo lugar donde se encuentra el edificio del Ayuntamiento, una construcción de moderadas propor­ciones y de escaso valor arquitectónico, decorada con bastante po­breza. Esa era nuestra primitiva Parroquial Mayor, cuyas caracte­rísticas principales, según los his­toriadores de la época, eran las siguientes:

Un edificio de gruesas paredes de piedra, que constaba de una sola y angosta nave, a la que daban inme­diato acceso, una ancha puerta abierta al occidente, teniendo, ade­más, otra un poco más chica, por la fachada que daba a la calle hoy nombrada del Obispo. La parte Norte del edificio, se destinaba a distintas capillas y a las habitaciones donde se alojaban los sacerdotes y acólitos, encontrándose un poco apartado de estos locales, el ce­menterio. Al fondo, detrás del altar mayor, estaba la sacristía, que do­minaba por una torre de poca ele­vación, en la que existía un reloj de fabricación inglesa, que mar­caba con sus manecillas, débiles y flexibles, el transcurso de las horas, teniendo esa misma torre dos bu­lliciosas esquillas que alegres can­taban en los bautizos, y, tristes, tañían en los entierros de los fe­ligreses.

Una mañana del año 1557, la na­ve del tempo se encontraba col­mada de concurrencia extraordi­naria, atraída por la solemne fiesta religiosa que allí se ofrecía. En el centro del templo, de espaldas a la puerta principal, inclinada la frente, oraba fervorosamente doña María Cepero…

Llegado el momento en que un piquete de arcabuceros, estacionado en correcta formación en la plaza que se extendía por frente a dicho templo, descargó sus armas en ho­nor de la Divinidad; cuando aún devolvían los ecos vecinos el uní­sono fragor, cuando aún no haíianse disipado al viento las nubecillas de humo, un clamoreo, confuso y doloroso, que revelaba dolor y espanto, llevó la nota trágica al sagrado re­cinto. Una bala extraviada, había atravesado el pecho de la desven­turada señora Cepero, que yacía exánime en el suelo, falleciendo tras rápida agonía.

En recuerdo de este desgraciado suceso, que conmovió intensamente a la sociedad habanera de aquella época, se colocó sobre la tumba donde se inhumaron los restos de la infortunada dama, la lápida que nos ocupa, cavándose la fosa en el mismo sitio donde ella expirara.

En este lugar permaneció la lá­pida hasta el año 1777 que fué de­molida la antigua Parroquial Mayor para construir, en la parcela de te­rreno que ella ocupara, entre otras obras más, el edificio donde se en­cuentra actualmente el Palacio Mu­nicipal.

Queriendo un familiar de la se­ñora Cepero, al ser demolida la Pa­rroquial, evitar el extravío de la lápida, solicitó y obtuvo del Go­bierno, la correspondiente autoriza­ción para colocarla en el edificio situado en la esquina de Obispo y Oficios, donde, según también la tradición, residiera con sus fami­liares la ya citada señora. En ese lugar permaneció la lápida, hasta el año 1914, que en ocasión de es­tarse adaptando la fachada del edi­ficio para instalar en su planta baja un café, la lápida fue recogida por el señor Emilio Heredia, primer di­rector y fundador que fue del Mu­seo Nacional, quien indebidamente, puesto que no se pensaba demoler la fachada de esa construcción, y acaso animado por el deseo de evitar su extravío, trasladó la lápida al Mu­seo Nacional, en cuyo lugar per­manece.

Esta lápida, a más del hecho que conmemora, tiene el mérito de ser la más antigua que poseemos, os­tenta además de una cruz, un que­rubín y otras alegorías, la siguiente inscripción:

 Nic Fimen Fecit Tormente

Bellico Inapinae Percusa Domi-

­na María Cepero. Anno 1557.

  1. NR. A. A.

Que traducida al castellano quie­re decir:

Aquí Finó Doña María Cepero

Herida Inesperadamente Por

Una Máquina de Guerra

Año 1557. Pater Noster, Anima

Mea.

El señor de la Torre, afirma en el volumen mencionado, que la fecha de la inscripción de la lápida es la del año 1567, siendo la verdadera la de 1557, según se pudo com­probar posteriormente al quitársele a la piedra, la gran cantidad de cal que cubría la inscripción, como consecuencia de distintas lechadas dadas sobre la misma.

Como el edificio del Ayunta­miento fue emplazado en parte del terreno que ocupara la antigua Pa­rroquial Mayor, teniendo en cuenta que no existe causa alguna que aconseje mantener en el Museo Na­cional una lápida, que por razón del suceso que motivó su ejecución, debe permanecer en el sitio más cercano al lugar donde cayera he­rida de muerte la señora Cepero, me permito sugerir al Alcalde de la Habana, que solicite del actual director del Museo Nacional, mi querido amigo Sr. Antonio Rodríguez Morey, la autorización corres­pondiente, para extraer esta lápida de dicho Museo, colocándola en una de las paredes de los corredores que circundan el patio del Palacio Mu­nicipal, teniendo en cuenta, a juz­gar por el plano de emplazamiento del edificio, que esos corredores re­sultan el lugar más cercano al que, según la tradición, cayera herida y expiara, la ya mencionada señora Cepero.

Llevada de nuevo la lápida al lu­gar del suceso, se subsana no sólo el error en que se incurrió al depo­sitarla en el Museo Nacional, sino también se facilita a turistas y na­tivos, la ocasión de examinar la más antigua lápida que poseemos, eri­gida sesenta y cinco años después de haber descubierto el Gran Nave­gante “la más hermosa tierra que ojos humanos vieron”.

Me anima, al proponer al señor Alcalde la colocación de dicha lá­pida en el patio del Palacio Muni­cipal, el propósito de que podamos mostrar dignamente, al turista que nos visita, a más de las bellezas na­turales de este país, las reliquias artísticas e históricas que poseemos.

Por ese mismo motivo, cuando estuve dirigiendo los trabajos de restauración y embellecimiento de la Plaza de la Catedral propuse al arquitecto, señor Raúl Hermida, jefe del Negociado de Construc­ciones Civiles y Militares de la Secretaría de Obras Públicas, y fue aceptado por éste y por el señor Secretario ingeniero Enrique Ruiz Williams, el traslado, para el chaflán de la esquina de la casa San Ignacio y Callejón del Chorro, de la lápida que conmemora la llegada a aquel lugar del agua del primer acueducto que tuvo la Habana, qui­tándola del lugar donde se encon­traba, que era el pretil de la fa­chada de la casa que cierra dicho Callejón de Chorro, pues estaba, más de seis metros de altura y cu­bierta de varias capas de lechada que no dejaban ver la inscripción, por cuyo motivo la lápida permanecía ignorada hasta para muchos de los que residen en esta capital.

Actualmente, esa lápida es visitada por turistas y nativos, como seguramente lo será también la de doña María Cepero, si se decide co­locarla en el lugar que propongo, que es, por las razones ya dichas, el que debe ocupar.

HA SIDO RETIRADA DEL MUSEO NACIONAL LA LAPIDA DE LA SRA. MARÍA CEPERO (Arquitectura, septiembre 1937)

Por disposición del Alcalde de la Habana, a pro­puesta del Dr. Emilio Roig, Historiador de la Ciudad, accediendo a nuestra petición, formulada desde las páginas de esta Revista, ha sido convenientemente colocada en el patio del Ayuntamiento de esta Ca­pital la valiosa lápida que conmemora la trágica muerte de la Sra. María Cepero, piadosa dama de las principales de la ciudad, hija que era del Gober­nador, Don Diego de la Rivera y Cepero. Esta lápida, que tiene el mérito indiscutible de ser la más antigua que poseemos, se remonta a mediados del siglo XVI. A nuestro juicio debía ser retirada de las salas del Museo Nacional y colocada en un lugar visible, cerca de donde se fijó, para pública recordación de este infausto acontecimiento. El Alcalde de la Habana y el magnífico Historiador de la Ciudad, Dr. Roig de Leushenring, han realizado una buena labor, desempolvando esta reliquia histórica, situándola en un lugar donde puede ser vista por propios y extraños. Es otro pequeño triunfo de Arquitectura.

 

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