Carta a Sr. Dr. Jorge Mañach. (8 oct. 1927)

La Habana, 8 de octubre de 1927.

El País,

Habana.

Esmerado amigo y reductable crítico:

Hoy puedo al cabo, aunque de modo provisorio, abandonar la inactividad terapéutica en que vegeto, y venciendo el hábito de holganza que me va ganando el ánimo, me decido a responder  como merece tu galana crónica del cuatro de los corrientes. Me refiero a la «glosa» intitulada, con más sutileza que exactitud, «Elogio de nuestro Rubén», cuyo comentario por mi parte no quiero sea tenido como impugnación prepóstera, sino como exégesis agradecida y rectificación necesaria, cosas ninguna de las cuales está fuera de tiempo y de lugar.

Preguntarás de fijo cuál es el origen de esa mi actitud agradecida, por demás extraña. En efecto: refiriéndote a esa travesura  amistosa de Fernández de Castro, que intenta endilgarme un «homenaje» consistente en publicar un volumen con mis versos, tú me calificas de «poeta con mínima ejecutoria conocida», cuyo prestigio «singular  insólito» (ambas cosas), «está,  aparentemente, fuera de proporción con esa ejecutoria ostensible». A tal extremo es así que —añades— «alguna vez a un observador demasiado objetivo habrá podido parecerle que existía un mito en torno a nuestro Rubén de Cuba»: que la indulgencia de la amistad había puesto —con arbitrariedad cordial— «un halo prematuro a su figura».

Es cierto que esas observaciones parecen material impropio de una apología en el título, pero no se me pasa por alto la delicada benevolencia de esas frases en las cuales cada amarga verdad está sabiamente compensada por una dulce y consoladora condición: así, no obstante ser «mínima » mi ejecutoria de poeta, tan sólo tiene ese tamaño la «conocida»: y aunque mi prestigio, dos veces extraordinario, está fuera de proporción con esa ejecutoria, tal desproporción existe nada más que «aparentemente»; en cuanto a lo del mito y lo del halo en torno mío, eso únicamente habrá podido parecerle «alguna vez» a un observador «demasiado» objetivo.

Viniendo ese ponderadísimo y equilibrado elogio de crítico tan avisado y severo como tú, hago constar desde ahora mi  reconocimiento por esos paliativos a tu rigor, los cuales en modo alguno han pasado inadvertidos, y por eso los destaco subrayándolos en la transcripción. Pero no está aquí, sin embargo, el núcleo generatriz de mi gratitud.

Tras esos piadosos ambages declaras diáfana y directamente que esperas con «ahínco» el libro —ese volumen anunciado— que despejará la «prestigiosa incógnita » de mi obra poética. Ya aquí encontramos algo firme y perentorio: tú, ilustre Mañach, me  ignoras. Soy para ti, ni más ni menos, una simple equis poética.

¿Negaré que ante esa aislada, pero tremenda afirmación, sentí un gran dolor y hasta acudieron a mis ojos las inevitables lágrimas del productor literario ignorado por la crítica? No, no debo negártelo. Pero tu glosa fue un bálsamo de milagro. Recordé que soy un  hombre «modestísimo », según determina ella misma, y comprendí en el acto que no podía, sin descartar tu autoridad, padecer un desaliento cuyo origen estaba, sin duda, en una naciente y  sacrilega vanidad literaria.

Fortalecido ya por tan razonable orientación me hice el propósito de ser en realidad como soy yo, procurando para ello copiar  textualmente tu glosa, por lo cual me hallé de improviso en un aplano estelar y bañado de sus fulgores », en una especie de supralimbo vago donde disfrutaba la más serena de las beatitudes.

Y fue en ese momento de excelsitud casi celeste cuando me fue revelada —¡Oh, eminente crítico!— toda la grandeza de tu generosidad, que al cabo pude mensurar y comprender en su amplitud y complejidad infinitas.

Así como desde lo alto el aeronauta conoce de una sola ojeada el área y el trazado verdadero de una ciudad que antes recorriera casi ciego, como peatón lento y reptante, así yo desde mi sublime posición —como poseedor de todos los secretos de la hermenéutica—, pude interpretar profunda y plenamente tu formidable artículo, lleno de esquinas cautelosas y recodos contradictorios (tal una vieja ciudad colonial) para quien lo viera de cerca, pero a mi vista, atravesado por la ancha calzada de una recta intención y rodeado de una ilimitada pradera verde de   esperanza, donde tus buenos deseos pastaban como un rebaño de inocentes corderos. ¡Y en el centro, innegable, amplia y limpia como una gran plaza moderna, rutilaba una expresión lapidaria: «Nuestro Rubén.»

He ahí, breve y definitiva, como un epitafio, la frase portentosa. No olvido que eres tú el autor de ella y que en otras ocasiones la has usado, pero nunca esplendió con tan clara y terrible elocuencia como ahora, en tu glosa feliz, ¡oh, excelso amigo!

¿Qué palabras hallar y con qué sintaxis coordinarlas para expresar fielmente el reflejo de mi gratitud a ti por el título que me concediste otrora, cuando ingenuamente creíste las maravillas que relataban los Fernández de Castro y los Lizaso, pero que confirmas ahora, en contra de todo, a pesar de «la ejecutoria mínima», la «disciplina de expectación», la «incógnita», etc.? Tú lo has dicho; es lamentable, pero tú lo has dicho: no crees en mí. Si mi obra —¡bien lo sabes, piadoso amigo! —es solamente lo que conoces, es tiempo ya de ir pensando, según se desprende a contrario sensu de tus frases, en «el halo prematuro », «la indulgencia cordial de los amigos» y otros componentes de mi «prestigio misterioso». Y, sin embargo, —¡oh, vicediós de la generosidad!— no tienes reparo en seguirme llamando como tú mismo me bautizaste y me aludiste en tus magistrales artículos, con la abrumadora expresión,  incesantemente comparativa: «Nuestro Rubén.»

¿Cómo pagar —en recompensa moral— esa denominación con que me obsequias (y casi me aplastas) haciendo caso omiso de tu proverbial sensatez, de tu sitial académico y hasta de tu responsabilidad espiritual ante los manes del Pan arcangélico de Nicaragua?

Una sola forma de corresponder a tamaña y munífica gentileza se me ocurre: siempre que haya de citarte, a mi vez he de llamarte «nuestro Jorge»; aunque siendo varios los que se han destacado con dicho nombre, me vea obligado a añadir entre paréntesis una pertinente aclaración de cuál es el Jorge extranjero a que indirectamente aluda; así, por ejemplo: «nuestro Jorge» (el otro es Jorge Manrique); «nuestro Jorge» (el otro es Jorge Washington); «nuestro Jorge» (el otro es Jorge V ) ; «nuestro Jorge» (el otro es Jorge Isaacs), con cuya variedad de comparaciones,  fortunadamente posibles, haré resaltar, según el caso, distintas virtudes de tu personalidad multifacética.

Y ahora, después de la exégesis agradecida, va la rectificación necesaria. «Una frase de este muchacho despeja a veces un  panorama.». Eso dices. Hagamos buena tal afirmación. Querido Jorge: no habrá tal homenaje, no habrá tal libro. De modo explícito, terminante y sincero, rechazado lo uno y lo otro. No puedo admitir el disparate (aunque muy cariñoso) de mi libro de versos publicado por suscripción popular. ¿Qué es eso? Si yo hubiera escrito un libro —no en versos bien pulidos, sino en números poco poéticos y en ásperas verdades— demostrando la absorción de nuestra tierra por el capitalismo estadounidense, o en las condiciones míseras de la vida del asalariado en Cuba, quizás aceptara y hasta pidiera que se editara por suscripción popular. En cuanto* a la cotización dentro del «gremio», como bondadosamente llamas al conjunto de los escritores, aparte de que no le daría al proyecto «dignidad» alguna, como crees, estoy, si cabe, más decidido a no admitirla.

Y aunque esta carta sea ya redundante de palabras quiero confiarte el secreto de esa amistad sin tasa que me profesan casi todos los escritores del patio, porque él no está precisamente en esa amplitud de comprensión que me supones. El secreto de esa amistad, que llega a fabricarme un «misterioso prestigio», un halo tan refulgente que casi conmueve, buen Mañach, tu curiosidad insobornable, es muy simple: yo no soy poeta (aunque he escrito versos); no me tengas por tal, y, por ende, no pertenezco al  «gremio » de marras. Yo destrozo mis versos, los desprecio, los
regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores interesa la justicia social. ¿Comprendes? No soy, pues, un competidor.„ Pero tome yo en serio mis producciones y diga: «mi libro», «nuestro Rubén», celos poetas somos» y verás —candido amigo— poner tasa a la amistad, oscurecerse el halo prematuro y reducirse mi prestigio poético en justa proporción con mi ejecutoria ostensible.

Queda, pues, manifiesta y concluyente, mi inconformidad con toda clase de «homenajes», suscripciones, libros de versos proyectados o hechos por mí o para mí. Prefiero seguir flotando en mi pacífico e involuntario pachequismo poético, fuera de la Academia y del radio de la inmortalidad. (A propósito, no quiero dejar de expresarte mi reconocimiento por tu sugestión adicional al proyecto de colecta, en el sentido de enviarme al Norte para conservarme así en «vuestra esperanza y en vuestro cariño»: afortunadamente el proceso de mi dolencia parece haberse estacionado, alejándose la posibilidad de un funesto desenlace.)
Prefiero seguir disfrutando mi cualidad de inédito, aunque la no existencia de mi libro nos prive a todos de conocer tu juicio —en todo caso tan instructivo e interesante— acerca de «nuestro Rubén», que por el momento deja de ser mío y se suscribe sólo tuyo afmo. admirador y amigo con un shake hands a guisa de contacto ponderador.

RUBÉN MARTÍNEZ VILLENA.

 

 

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