Sobre la esclavitud en La Habana de 1840

Por: David Turnbull
En: Travel in the West (1840)

En la Alameda pública, fuera de las puertas de la parte fortificada de la ciudad, y, por tanto, dentro de los límites de una densa población, se ve un edificio de modesta apariencia, protegido de la vista del público por unos altos parapetos de madera, en cuyo interior hay una serie de postes a donde son enviados los esclavos desobedientes, para recibir su cuota señalada de azotes, para ahorrarse asi sus amos tiempo o trabajo, o quizás para no molestar los sentimientos demasiado tiernos de sus amas.

Pero aunque por medio del parapeto las autoridades han logrado apartar las inquisitivas miradas de los transeúntes, excluyendo de la vista del público la sangre corriendo a raudales y la carne lacerada de los atormentados, han fracasado totalmente en ocultar sus penetrantes alaridos y sus chillidos de perdón.

Esos visitantes de la Habana que están acostumbrados a hablar con inconsiderada satisfacción acerca de las comodidades e indulgencias con los esclavos, comparándolos a veces, con desprecio, con las privaciones a las que está expuesto un trabajador inglés o irlandés, probablemente nunca habrán oído hablar de esos acuerdos de familia por medio de los cuales, sistemática y periódicamente, se quiebra el espíritu del esclavo que previamente ha sido malcriado por la indulgencia. Las señoras de muchas familias connotadas de la Habana no tendrán escrúpulos en decirle que es tal la inclinación de sus esclavos al vicio y la ociosidad, que se hace para ella necesario, una vez al mes, enviar a uno o más de ellos al poste de los azotes, no tanto por razón de algún hecho delictivo, sino, porque, sin esta advertencia periódica, la totalidad de la servidumbre se haría inmanejable, y el amo y el ama perderían su autoridad.

La administración del Capitán General Tacón ha sido a la vez más elogiada y más censurada que la de ninguno de sus predecesores. El vigoroso sistema policíaco que él creó y las obras públicas que promovió son los tópicos fundamentales por los que se le alaba, siendo la extrema tiranía de su gobierno hacia la porción criolla de la comunidad la mayor fuente de quejas. Durante muchos años antes de su llegada, y particularmente durante la administración de Ricafort, su inmediato predecesor, las calles de la Habana no estaban a recaudo de ladrones y asesinos ni de día ni de noche. El mismo vigor que tan prontamente aclaró las calles de malhechores se aplicó a la restricción de la más ligera expresión de sentimientos políticos. Se asegura que no menos de 200 personas, algunas de ellas distinguidas por sus labores literarias, y casi todas pertenecientes a respetables clases de la sociedad, fueron deportadas de la isla sin ningún tipo de proceso judicial. Un considerable número mantenidos en prisión por Tacón fueron inmediatamente puestos en libertad al ser depuesto éste y su lugar ocupado por Espeleta…

Como para ridiculizar la solemnidad con la que los sucesivos capitanes generales, presionados por las incansables denuncias de las autoridades británicas, niegan todo conocimiento acerca de la Trata de Esclavos, dos extensos depósitos, para la recepción y venta de africanos recién importados, han sido construidos últimamente en el extremo del paseo, justamente bajo las ventanas de la residencia de su Excelencia; uno de ellos, capaz de contener mil negros, y, el otro, mil quinientos; y puedo agregar que ambos estuvieron constantemente repletos durante la mayor parte del tiempo que permanecí en la Habana. Como el barracón, o depót, sirve lo mismo de mercado que de prisión, estos dos, indudablemente, por razón de un más fácil acceso y para ahorrar los gastos de anuncios en los periódicos, han sido situados en el punto de mayor atracción, al final del Paseo, donde comienzan los jardines del Capitán General, y por donde pasa el nuevo ferrocarril hacia el interior del país, desde cuyos carruajes los pasajeros quedan horripilados por los gritos inhumanos de los atolondrados ocupantes, quienes, en su ansiedad y perplejidad por el paso del tren, sacan sus brazos y piernas por entre los barrotes de hierro de sus ventanas, con los gritos, muecas y gesticulaciones que pueden ser esperados de una horda de salvajes colocados en una situación para ellos totalmente nueva y extraordinaria.

Estos barracones son considerados por los extranjeros residentes como objetos de curiosidad. A la llegada de un extranjero es conducido allí como a un lugar donde podrá ver algo difícil de ver en otro sitio. Uno de estos barracones fue el primer lugar a donde se llevó al príncipe de Joinville durante su primer visita a la Habana. Se ha hecho notar  que su Real Alteza fué mucho más popular entre los españoles en ocasión de su primer visita que durante su regreso de México, después de la captura de San Juan de Ulloa y el ataque a Veracruz.

Al entrar en uno de estos barracones, que, por supuesto, son accesibles como cualquier otro mercado común, no se encuentra uno con una inmediata miseria como la que un irreflexivo visitante pudiera esperar. Es política del importador el restaurar lo antes posible entre los supervivientes, las fuerzas gastadas y la salud perdida durante los horrores de la travesía. Es también su interés el mantener el espíritu de sus víctimas para que estén lo más pronto posible en disposición de ser vendidos, y evitar el hundimiento en una fatal morriña que les arrebata a muchos durante los primeros meses de cautiverio. En vista de esto, durante su estancia en el barracón, son bien alimentados, suficientemente vestidos, muy tolerablemente alojados: se les permite aún el lujo del tabaco, y se les anima a que se entretengan, por razones de salud y recuperación de fuerzas, en el espacioso patio del edificio. También se me ha asegurado que después de abandonar el barracón y llegar al lugar de su futuro trabajo, el Mayoral, en interés de su amo, los trata, durante algunos meses, con un considerable grado de lenidad, escasamente permitiéndoles, en lo posible, oír el sonido del látigo, y sometiéndoles gradualmente a las horas y al peso del trabajo que deberá finalmente destruirlos mucho antes del período que la naturaleza prescribe.

 

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