El cólera en La Habana en 1833

Por: Cristóbal de La Habana
En: Social (diciembre 1931)

Coleccionando días pasados viejos recortes de periódicos, me encontré con unos interesantísimos datos recogidos y publicados en enero 16 de 1868 por el doctor A. G. del Valle sobre las tres epidemias del cólera en la ciudad de La Habana —las de 1833, 1850-54 y 1867-68— haciéndose constar en el referido trabajo que de esta última invasión epidémica los datos sólo llegan al 31 de diciembre de 1868, no habiéndose terminado la epidemia en esa fecha.

De la primera epidemia de 1833 dice González del Valle que “enormemente sobrecogidos los habitantes de La Habana con la peste que inmoló tantas víctimas no se pudieron recoger todos los datos para la estadística y sólo se puede dar razón de su violencia y saña por el número de cadáveres sepultados desde el 25 de febrero en que estalló el primer caso en el barrio de San Lázaro hasta el 20 de abril en que se cantó el Te Deum“.

Las inhumaciones verificadas en los distintos cementerios de La Habana y sus barrios limítrofes fueron las siguientes:

Cementerio General………………………     5,686

ídem Molinos………………………………..     1,451

ídem de Marina……………………………..        197

ídem del Cerro y Jesús del Monte…….        930

ídem de Casa Blanca……………………….          51

Total      …………………………………….          8,315

Para apreciar la intensidad de la epidemia, conviene recordar que esas defunciones ocurrieron solamente del 25 de febrero al 20 de abril.

La mayor mortandad diaria fué de 435 cadáveres, el 28 de marzo.

La segunda epidemia, aunque no tan aguda en mortandad, sí fué mucho más perniciosa en cuanto a su larga duración, pues los primeros casos aparecieron en el Hospital Militar el 30 de marzo de 1850, “después de una tempestad de agua y rayos“, según G. del V., y se extendió durante todo un quinquenio, hasta 1854.

La ascendencia de casos y muertos, por año, que da G. del V. y tanto por ciento de mortalidad, es la siguiente:

Años                Casos         Muertos          Tanto %

1850……             4 623            2 858           61’821

1851……             1.408            1 .098          77’982

1852……             2 246            1 401           62’382

1853…..              1 046            810            77’437

1854……                25              13            52’000

Totales …….         9 348           6 180

La mortandad media en el quinquenio fué de 1,236.

Desde 1o de mayo de 1850, hasta 14 de febrero de 1857, en que según G. del V. se cerró el Cementerio provisional de Atarés, se enterraron en él 5,166 cadáveres.

La epidemia del año 1867, en que La Habana tenía una población de 199,022 habitantes, ascendió a 1772 casos con 859 defunciones, o sean 8’904 invasiones por cada mil habitantes y 4’365 por 1,000 fallecidos.

El máximun de las invasiones fué 106, el 25 de noviembre, y el mínimun, 8, el 29 y el 30 de diciembre.

González del Valle hace constar que en su estadística omite “la relación de los hospitales provisionales, porque se está en rectificaciones indispensables, anotando por ahora que en el Hospital de San Felipe y Santiago han ocurrido 38 defunciones para 100 invasiones, y en el Militar, 146 para 319″.

Por último, de los quince primeros días del mes de enero de 1868, dá G. del V. 1,280 casos con 749 defunciones.

Sobre la epidemia de 1833 publicó don Ramón de la Sagra, ese mismo año, unas Tablas Necrológicas, que fueron duramente criticadas por José A. Saco, (Papeles, t. II, p. 325, publicada antes en la Revista Bimestre, enero 1834), llegando a afirmar que “donde quiera que se abra el cuaderno se encontrarán afirmaciones inexactas y cálculos erróneos“. En ese mismo tomo de los Papeles se reproduce el extenso estudio de Saco sobre el Cólera morbo-asiático, que vio la luz en la Revista Bimestre, julio de 1833, en el que analiza la historia, origen, causas, extensión, características, trasmisión, en el mundo en general, pasando después al estudio de la epidemia cubana de 1833.

El primer caso que dice Saco existió entonces en La Habana, fué el de un catalán llamado José Soler, del barrio de San Lázaro, calle del Prado; después cayó una mulata, y se dijo que el día anterior había muerto una negra. Opina que la epidemia no vino de África sino en un barco procedente de Portland, Newport o de Boston, que trajo un marinero que falleció en La Habana, una semana antes de estallar la epidemia. Como medidas indispensables para evitar se repita la epidemia, propone Saco: el aseo, la no aglomeración de personas y el establecimiento de cuarentenas.

Esa epidemia de 1833 sirvió también a Ramón de Palma para escribir una novela corta intitulada El Cólera en La Habana, en la que se relatan las interesantísimas escenas de terror que produjo la epidemia, recogiendo las opiniones que entonces se tenían sobre esa enfermedad y precauciones que deben tomarse para evitarla. Uno de los personajes declara:

De esta enfermedad no muere sino gente pobre y desarreglada… en habiendo buen régimen no hay cuidado. En primer lugar no comer ninguna cosa pesada. iNada de frutas ni de dulces: que el estómago se conserve siempre en calor. Para esto recomiendan los médicos el uso de té y de alguna bebida espirituosa: yo me tomo todos los días a las once un draquecito de aguardiente de caña con azúcar y me va perfectamente. .. El uso del agua de soda también dicen que es excelente, porque corrige los ácidos del estómago. Por supuesto que es necesario desterrar la ensalada y toda menestra y no hacer uso de ninguna salsa: carne asada y nada más. Pero lo que dicen que preserva sobre todo es el tabaco…

Relata Palma que al comienzo de la epidemia creyeron las gentes acomodadas que estaban libres de ella, ya que los primeros casos ocurrieron en los barrios extremos y pobres, pero bien pronto se convencieron de que atacaba por igual a unos y otros. Muchas familias huyeron de la ciudad a los pueblos comarcanos. “Las personas que aquí quedaban vivían segregadas de todo trato y comunicación, de modo que La Habana parecía el cadáver de lo que había sido; todo en pavoroso silencio y abandono; los pleitos sin curso, el comercio paralizado, las calles sin vivientes.”

Ese silencio y soledad eran interrumpidos tan sólo “por el lastimoso grito de un colérico que pedía agua y se revolcaba en su lecho y lidiaba desesperado con las últimas angustias de la muerte; y si animaba aquella espantosa soledad algún viviente, era un hombre pálido y presuroso que recorría las calles como un fantasma, e iba en busca de un médico o del sacerdote“.

La ciudad vivía días de pavor y desesperación, unos llorando a sus familiares y amigos muertos, otros esperando que les atacara a su vez, la terrible epidemia.

Por ello, cuando ésta empezó a desaparecer, cuenta Palma, “La Habana recobró de nuevo su animación, volviendo a seguir su curso los negocios y a entrar otra vez la gente en el orden ordinario de su antigua vida“.

Tal fué la alegría de los que se vieron milagrosamente salvados de la muerte, que dice Palma, “los templos resonaban con cánticos de gracias, y cada día era señalado con la pompa de una fiesta, que tal o cual devoto consagraba a la misericordia de algún santo”, y hasta ocurrió, según el citado novelista, que “solterones juramentados, que habían experimentado, sin duda, durante la epidemia los horrores del celibato, buscaban alguna compañera que los librase en lo sucesivo de la soledad y el desamparo, y algunos que habían vivido en ilícitos amores, se apresuraban a santificar su unión con los vínculos de la Iglesia, y muchos jóvenes desengañados de su libre y bulliciosa vida, buscaban más puros y sólidos placeres en los lazos del matrimonio“.

¡Ingenuos y patriarcales tiempos aquellos en que se consideraba el matrimonio panacea universal, casi un antídoto contra el cólera morbo-asiático, o al menos capaz de contener la ira y el castigo divinos!

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