Incursión en el Reino de “La Gozadera”

Zuleica_RomayConferencia ofrecida el 20 de octubre de 2015 en la Biblioteca Pública Rubén Martínez Villena por Zuleica Romay (presidenta del Instituto Cubano del libro)  como parte de las actividades programadas en el Día de la Cultura Cubana

El pasado 30 de abril el inusual ensamble de Marc Anthony y Gente de Zona recibió el Premio Billboard de Música Latina 2015 con “La gozadera”,[1] una especie de saga de “Bailando”, el tema musical que hace menos de un año Enrique Iglesias, secundado por el dúo cubano, mantuvo durante 41 semanas a la cabeza del Hot Latin Songs, el ranking de las canciones más escuchadas en las estaciones de radio estadounidenses que difunden música en español.

La convocatoria al baile como colosal divertimento de los cubanos se ha entronizado entre nosotros a través de metáforas memorables, ya sea el afamado estribillo de Arsenio Rodríguez: “a gozar de una manera espantosa”, o la exhortación jocosa que pretende conseguir el mismo efecto con la Orquesta Sinfónica Nacional, heredera de la subversiva tradición musical fundada por Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán.

“La gozadera” se pretende canto a una identidad latinoamericana que –nombrándose apenas como latina– se desembaraza de las connotaciones ideológicas o políticas de un vocablo que surgió para reivindicar nuestra americanidad.[2] Pero aquí no se trata de reiterar el llamamiento a la resistencia cultural que hiciera el panameño Rubén Blades en El plástico –tema que también fuera un hit hace casi cuatro décadas –,[3] sino de la convocatoria al disfrute lúdico y festivo de la música que los descendientes de Europa y África hemos creado. Y se toman como ejes a Miami, República Dominicana y Puerto Rico, obviando los relevantes aportes de Cuba a la cultura musical del Caribe, se dice que por exigencia de Sony Music, probablemente interesada en no incomodar a los capitostes de la industria cultural miamense.

No hay por qué esperar que un tema concebido para posicionarse en el circuito comercial de la música en Estados Unidos prescinda de los estereotipos que sobre la gente nacida en esta parte del mundo creó la auto enaltecida “cultura occidental”. Sus intérpretes –tres hombres jóvenes que proclaman su condición caribeña, hacen suyos el puertorriqueño arroz con habichuelas y la tambora del merengue dominicano sin acreditar a Miami ningún aporte cultural concreto–, parecen presumir que el exultante bailador no reparará en la incongruencia de un mensaje que fuerza credenciales de latinidad apenas basadas en la proximidad geográfica:

La cosa está bien dura
La cosa está divina
Perú con Honduras
Chile con Argentina

¿Acaso la tradición musical del Cono Sur se asocia también con “la gozadera”, entendida como exaltación paroxística de los sentidos? ¿Cuánto de las culturas inca o maya puede estar presente en “músicas mulatas”,[4] como la salsa o el merengue? Y ya en este camino, convencida de que la identidad es –como apuntó el sociólogo chileno Jorge Larraín– “un proceso discursivo que permite una variedad de versiones”,[5] me interrogué de otra manera: En este mundo globalizado, interconectado y sometido a enérgicos procesos de estandarización cultural, ¿serán perceptibles aun rasgos que puedan acreditarse a identidades latinoamericanas? ¿O estará por cumplirse la profecía aculturadora de los críticos catastrofistas, que avizoran nuestra conversión en simples copias de un original cualquiera?

Desde que los estados-nación emergieron sobre las ruinas de las sociedades del Medioevo, las comunidades humanas han lidiado con la incertidumbre de su mismidad y luchado por definir sus contornos identitarios. La percepción de amenaza a lo que se es, o se ha construido, siempre avista enemigos en las religiones, el comercio, los préstamos y diálogos culturales, la ciencia y, más recientemente, las tecnologías, y apresta dispositivos de defensa ante lo que se percibe como la probable irrupción de los Otros.

Con similares objetivos, las empresas colonizadoras de la modernidad hicieron grandes esfuerzos para completar sus procesos de dominación con los cerrojos de culturas impuestas. Desvalorizar y subvertir las culturas que se amalgamaron en el ambicionado y todavía desconocido mundo –a través de la lengua, la religión y la asunción colonizada de la cotidianidad– resultó, junto a la expansión territorial y el saqueo de los recursos naturales de las colonias americanas, condición necesaria para la consolidación de las potencias europeas.

Pero los procesos culturales y su caótica determinación tienden trampas, tanto a los planes aculturadores de los dominantes como a la escandalizada conciencia intelectual de las sociedades presuntamente dominadas. La resistencia, cotidiana y no siempre perceptible, anida en las palabras, los colores, los sabores, los sonidos, el descentramiento del baile, la irreverencia de la risa amplia y libre. Así, las transculturaciones e innovaciones musicales que tuvieron lugar en América –sobre todo en esa inabarcable cartografía cultural que construyó la forzada diáspora africana–, dieron origen a lo que el puertorriqueño Ángel Quintero Rivera denomina “músicas mulatas”, creaciones musicales y danzarias cuyo carácter subversivo es destacado, por este y otros estudiosos, como acto de cimarronería cultural.[6]

La preocupación por el nuevo tipo de relaciones de dominio que, ya en el siglo XX, emblematizarían la Base Naval de Guantánamo, el Canal de Panamá y el Estado Libre Asociado de Puerto Rico, dio impulso al quehacer intelectual y político de José Martí, cuya prosa avizoró el destino de las colonias hispanas en Las Antillas. Quizás debemos a Martí el modo desvelado e impaciente con que nos miramos al espejo para escrutar quiénes somos, mestizos de infinitos cruzamientos cuyos orígenes se pierden en la aurora del mundo. Más tarde, los argumentos de Darcy Ribeiro, Pablo González Casanova, Franz Fanon, George Lamming, Aníbal Quijano , Roberto Fernández Retamar y tantos otros, nos hicieron comprender que nuestro pasado colonial lo tornaría todo más difícil.

La confrontación cultural ha sido –y será– el arma por excelencia de los humillados y ofendidos, el contrapeso a su menguado patrimonio de bienes materiales, saberes sistematizados, posibilidades lucrativas y tecnologías avanzadas. El tipo de civilización que enfrentó apetencias y ejércitos entre 1914 y 1918, acrecentó los retos de la guerra cultural que desde siempre se nos ha hecho, sobre todo a partir de los años 90s, en el que el socialismo europeo, presunto modelo civilizatorio alternativo, se desmoronó, incapaz de lidiar con sus propias contradicciones.

Tomemos nota, sin embargo, de que la capacidad del capitalismo para conjurar y revertir sus sucesivas crisis, se debe, en buena medida, a la constante reingeniería del sistema y a la efectividad de sus mecanismos de subversión cultural y control social. Reconozcamos que, en nuestros días, aunque las herramientas fundamentales para el disciplinamiento social siguen siendo el hambre, la precarización del empleo, la inseguridad de preservar el patrimonio familiar, la angustia por no poder pagar las deudas, o la amenaza de paro, los contrapesos de tantos miedos son la distracción idiota y el consumo, convertidos en portentosas herramientas de coerción social.

Las discusiones sobre los nexos entre producción y consumo, civilidad y modernidad, cultura e identidad, polarizaron el campo intelectual de los países capitalistas avanzados desde el periodo entre guerras, si bien la velocidad y radicalidad de los procesos de lo que se dio en llamar sociedad de masas aún no concitó análisis causales de la mayoría de las mentes más preclaras de la época. Sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, en aquellas sociedades predominantemente urbanas, con altos niveles de escolarización y una masa creciente de estudiantes universitarios, el incremento del tiempo libre, la sofisticación del consumo que auspició el Estado de Bienestar y la expansión tecnificada de la industria cultural,  cambió de modo irreversible la percepción social de la cultura. Del ideal burgués decimonónico de exaltación y deleite ante la obra artística, se transitó a la participación en el hecho cultural como estilo de vida. Participación que tendía, cada vez más, a satisfacer necesidades de distracción, socialización u ostentación de estatus.

El debate iniciado en los años 50s, una década después fijó las antípodas entre el romanticismo tecnocrático de Marshall Mc Luhan y la dialéctica negativa de Hebert Marcuse, al desarrollar una polémica de amplio espectro sobre los nuevos significados que del espacio, el tiempo y el movimiento imponía el pujante desarrollo de la pintura, la arquitectura y el cine, las artes más influyentes e influidas por el cambio de mentalidades acaecido en el siglo XX. Para nosotros, que parecería llegamos tarde a una discusión comenzada hace cincuenta años, puede resultar reveladora la opinión de Daniel Bell, estudioso de los medios de comunicación y uno de los más persistentes animadores de aquellas discusiones:

“[…] dado que el debate fue planteado por humanistas, cuyos conceptos sobre una cultura superior se relacionan ante todo con la literatura, no se ha logrado encarar el aspecto más importante de lo que es la cultura de masas: el hecho de tratarse, de un modo innegable, de una cultura visual […] Visión y sonido, pero todavía más la vista, organizan el mundo estético y orientan al público. Quizás no pueda ser sino así, dentro de una sociedad de masas”.[7]

Hoy sabemos que la profecía formulada por José Ortega y Gasset sobre el hombre-masa, ha sido cumplida con creces[8] y que el sistema capitalista es la mejor representación de la atemorizadora “Megamáquina” entrevista por Lewis Mumford, [9] en sus análisis sobre la relación entre técnica y civilización; sus mecanismos han alcanzado plena coordinación para garantizar el orden necesario, la intangibilidad del poder y el control aquiescente. Tampoco es un secreto que la capacidad de reproductibilidad técnica (hoy deberíamos decir tecno-informática) de las creaciones artísticas, no solo transformó los procesos de creación convirtiendo la cinematografía y las artes a ella asociadas en la nueva puerta de entrada al saber y la cultura; la incesante sofisticación de los dispositivos de lectura, escucha, almacenamiento y transmisión de la obra de arte técnicamente replicada cambió, además, la percepción de los seres humanos sobre el mundo y su lugar en él, como anticipara el exiliado Walter Benjamin.[10]

Pero sería una ingenuidad creer que solo el capitalismo es capaz de reproducir a escala social el hedonismo y la trivialización de la vida. Paradigmas de realización personal que en nuestros días gozan de un alto grado de legitimación social, estimulan el comportamiento consumista; y esquemas divulgativos del hecho cultural –como los que en Cuba mal llamamos “promoción”–, al omitir esencias y valores, reducen las propuestas artísticas a la categoría de noticia e incentivan un tipo de actitud criticada por Erich Fromm hace casi cuarenta años:

“[…] la ‘cultura’ es otro artículo de consumo y también un símbolo de status, por cuanto que ver los cuadros ‘debidos’, conocer la ‘buena’ música y leer los ‘buenos’ libros indica tener una educación esmerada […] Lo mejor del arte ha sido transformado en un artículo de consumo, o sea, que se reacciona ante él de una manera enajenada. La prueba es que muchas de las mismas personas que van a conciertos, escuchan música clásica y compran una edición barata de Platón miran sin disgusto los programas vulgares y sosos de la televisión. Si su experiencia con el arte fuera genuina, apagarían sus aparatos televisores cada vez que presentan ‘dramas’ chabacanos y triviales”.[11]

Estudiantes universitarios o jóvenes profesionales cubanos de hoy, rechazarían la unilateralidad de increpaciones como esta, pretextando la necesidad de “desconectar”. Vivimos una época en que la coherencia de los referentes culturales no parece ya evocar la Ley de vasos comunicantes de Blas Pascal, pues una excelente obra literaria puede ser tan bien valorada como una producción discográfica fallida; y un pésimo thriller resultar, para un espectador entusiasmado, tan recordado como un buen concierto. Sucede así porque el trabajo de apropiación implícito en el consumo cultural, otorga a sus protagonistas la facultad de replantear los criterios que definen la calidad del producto o servicio en cuestión, a tenor con la lógica enunciada por Pierre Bourdieu de que el consumidor contribuye a producir el producto que consume.[12]

Pero, ¿por qué nos anima, precisamente ahora, un debate cuya trascendencia se evidenció hace medio siglo? ¿Qué circunstancias permitieron a Cuba construir y preservar una política cultural humanista y emancipadora, a contracorriente de un mundo que convertía en moda la degradación de esenciales valores humanos?

A mi modo de ver, la gestión cultural cubana ha usufructuado en cierta medida nuestro cincuentenario desencuentro entre desarrollo educacional y desarrollo económico, entre acervo cultural y capacidad tecnológica, antinomia provocada por el más empecinado e irracional bloqueo que se haya conocido, y por la afiliación de Cuba, durante más de treinta años, a un sistema que fracasó no solo en los ámbitos ideológico y político, sino también en el terreno de la economía. La política cultural de la Revolución humanizó a una gran masa de ciudadanos de segunda que no tenían acceso a los beneficios de la escolarización, a la cultura y la protección social como derechos, ni oportunidades de un bienestar armónico en el que la espiritualidad no fuera víctima de la frustración originada por las carencias materiales. Y con ello se materializó una utopía: políticas de acceso pleno y masivo a creaciones artísticas y literarias de altos valores éticos y estéticos. Hasta que el creciente diálogo cultural con el resto del mundo, la progresiva informatización de la sociedad, la intensificación de los flujos migratorios y el fomento del turismo internacional, entre otros procesos, provocaron la porosidad social que nos caracteriza hoy y nos asemeja, unas veces en los peligros y otras en las oportunidades, a comunidades nacionales con las que compartimos herencias culturales e históricas.

La cultura del consumo –a la que Néstor García Canclini identifica como expresión de una nueva ciudadanía–,[13] aprovecha la ventaja de la ascendente interconexión contemporánea y la mundialización de los contenidos de la industria cultural capitalista, para acometer la construcción de un sujeto que cifra su libertad en el tener y no en el ser. Es una onda expansiva de la que Cuba, isla siempre abierta a disímiles influencias, no puede escapar. Integrada por personas formalmente escolarizadas e imbuidas del afán de modernidad que nos constituyó como nación, parte de nuestra sociedad asume las referencias instauradas por un paradigma civilizatorio cuyos modelos de desarrollo individual, solvencia económica y éxito social descalifican la frugalidad material, el eclecticismo estético y la ausencia de sofisticación del sujeto popular.

Sin embargo, no reconozco funcionalidad a una ciudadanía que se ejerce fuera de la comunidad política, prescindiendo de la participación y de la vigilancia ciudadana sobre los mecanismos de administración y control que el Estado establece en su nombre. Más bien se trata, en nuestro caso, de identidades grupales que asumen determinados hábitos de consumo cultural como forma de autorrepresentación. Es lo que percibo –ajena como estoy a diferencias ideológicas y estéticas–, en la dejadez elegante de los frikis y el sobrio exhibicionismo de marcas comerciales de los emos; o en los jóvenes que visten las camisetas y otros atributos de sus equipos preferidos para visionar, en un bar o en la casa de un amigo, un partido de la Liga Española de Fútbol y corear, sin necesidad de engorrosos trámites de rehispanización, el himno deportivo del Barsa o del Real Madrid.

La humanidad del siglo XXI vive una crisis civilizatoria, y en ese marco se inscribe la crisis de valores que hace crujir el entramado ético cubano. Al estudiar los modos de manifestación de las crisis históricas, tipificadas hace mucho tiempo por cronistas y filósofos, reconozco la existencia, en diferentes grados, de perplejidad, desarraigo, desvanecimiento de ciertas creencias firmes; antropologismo y a veces antropocentrismo; exageración –por reacción– de tendencias anteriores, expresada en la voluntad de “retornar al pasado”; tendencia a la confusión o no identificación de lo diverso; deshumanización mezclada con sensiblería; predominio del hombre de acción; utilitarismo y pragmatismo; aparición del dinamismo sin doctrina; conflicto entre la moral individualista y las ideologías en pugna; confrontación del “realismo romántico” y el “pesimismo realista”.[14]

La alerta preocupante y la crítica indignada movilizan conciencias, pero no bastan para enfrentar una crisis civilizatoria cuyos efectos están siendo reforzados por una particular fase evolutiva de la especie humana; proceso profusamente analizado en las últimas décadas por las neurociencias y la Genética, cuyos estudios han establecido que el universo simbólico, las influencias directrices del ambiente (lo epigenético) y las respuestas sociales sedimentadas en la cultura, también son ejes de la transferencia hereditaria del homo sapiens.[15]

Nuestro sistema nervioso almacena información que, además de decodificar los sonidos, los olores y el sentido literal de las palabras, genera múltiples asociaciones en virtud de conexiones nerviosas que asignan significados a determinadas señales del medio. La percepción sensorial resultante es una capacidad biológica asentada en la cultura, pues esta última provee los sistemas de descodificación. Por eso la poesía produce en las personas emociones que trascienden el sentido literal de los versos y la infinitud sonora de la música estimula diversos estados de ánimo. Por otra parte, la ciencia ha probado que la luz y su espectro cromático tienen un bien ganado espacio en el universo simbólico de los seres humanos. Así, desde pequeños estamos siendo entrenados para codificar valores y cualidades a través de colores: Blanco y negro reproducen percepciones sobre el bien y el mal, lo puro y lo impuro, condicionamiento cultural apreciable incluso en los textos bíblicos. El lenguaje mudo de los colores sintetiza valores en las enseñas nacionales y en los estandartes de clubes, equipos deportivos y partidos políticos. El color y la apariencia de sus paredes, nos hablan sobre el comportamiento esperado en instituciones religiosas y de salud, o en discotecas y salas de baile.

A la capacidad de procesamiento del cerebro humano se debe también el protagonismo de los consumos audiovisuales en nuestros días, pues la cantidad de información que impacta diariamente la retina y el aparato auditivo de un habitante de cualquier ciudad de este mundo, es mucho más copiosa que la recibida por un culto burgués europeo durante la portentosa revolución tecno-científica que clausuró el siglo XIX. Descifrar y recodificar la selva de signos en que transcurre nuestra vida cotidiana desarrolla, cada vez más, la capacidad de interpretación simultánea de un gran volumen de señales emitidas por el medio social. El protagonismo sociocultural de los productos audiovisuales es una expresión de esa capacidad.

Con los lenguajes multimedia se normalizan “lecturas interpretativas” que descifran información referida a diferentes sistemas de percepción y trascienden nuestras viejas prácticas de lectura reflexiva de la letra impresa. En este nuevo contexto, se intensifican las llamadas de alerta sobre la decadente apreciación de los productos del conocimiento –especialmente el libro–, a veces con argumentos similares a aquellos que celebraron, entre temores y esperanzas, el nacimiento del cinematógrafo, presunto enterrador del teatro, y el surgimiento de la televisión, hipotética sepulturera de la radio.

Como se sabe, toda obra artística requiere de unas determinadas habilidades de lectura, aplicadas a los proceso de decodificación implícitos en la apreciación de las artes y las letras; sus códigos de desciframiento están condicionados por el nivel educativo y, en menor medida, por el origen social. Hay lecturas relativamente fáciles, como las propuestas por el cine comercial y la música popular, y otras más difíciles, entre ellas la prosa ensayística y el expresionismo abstracto. Los seres humanos vivimos “leyendo” nuestra realidad, o escrutando, por diferentes vías, contextos ajenos. De ahí que el verdadero problema está en la insuficiente competencia cultural para aprehender los códigos de desciframiento que cada discurso estético demanda. Lo preocupante no es que mucha gente ya no quiera leer libros, sino que las personas no están siendo capacitadas, desde los primeros años de vida, para leer su realidad e, indefensos, se aficionan fácilmente, como reses ante el pesebre, al forraje monótonamente verde de la “cultura de masas”. Y esto tiene consecuencias irreversibles, ya que “[…] la manera en la cual la cultura ha sido adquirida, se vive por encima de cómo ha sido usada […]”.[16]

En fin, hemos llegado a la fase climática de un proceso iniciado hace mucho tiempo. Probablemente, para Aristóteles o Platón la lectura era un acto de reflexión, compartida con un mudo interlocutor; para Voltaire, una intelección de los ajetreos de la modernidad; para Martí, prolongación de su curiosidad de viajero impenitente. Pero ya en los años 20s del pasado siglo, Enrique José Varona llamaba la atención sobre los riesgos de que tanta abundancia informativa anulara la posibilidad de la lectura reposada: “Hoy se lee tanto, que ya no se lee. Ingerimos y no digerimos”.[17]

La inquietud que nos provoca la declinación de los hábitos de lectura de textos no puede compensarse transfiriendo la culpa a otras producciones de la industria cultural, como los audiovisuales y la música porque el antídoto es construir sinergias. Lo que en Cuba torna riesgoso el descenso de los niveles de lectura de la letra impresa es nuestra insuficiente preparación para enfrentar esta época de crisis de los significados exaltados por la Ilustración. ¿En qué momento se desencontraron literatura y cine, contraviniendo la práctica de la industria cinematográfica internacional que todavía se remite, de forma significativa, a la literatura? ¿Por qué nuestra producción de programas dramatizados reproduce muchas veces la tendencia tecnocrática que en procesos creativos sustituye a los escritores por especialistas? ¿Por qué algunos de nuestros críticos de cine, al presentar versiones cinematográficas de obras literarias, renuncian a la posibilidad de engolosinar al receptor con los orígenes de la creación artística y casi le convencen de que “basta con ver la película”? ¿Por qué los programas televisivos que estimulan la apropiación reflexiva del conocimiento se ubican muchas veces en los peores horarios, replicando la perversa lógica del rating? ¿En qué cubículo de qué olvidada biblioteca trabajan los futuros biógrafos de las apasionadas y apasionantes vidas de Wifredo Lam y Carlos Enríquez, de Beny Moré y Chano Pozo? ¿Habrá nacido ya el actor que encarnará al José María Heredia que en nuestra mente versifica?

Bien sabemos que los referentes culturales y los modelos de comportamiento no son ya refrendados por una élite, convertida en tal gracias al esfuerzo o el talento y con capacidad para establecer un orden de prelación e importancia de los valores, como evoca, con nostalgia burguesa, Mario Vargas Llosa.[18] Sin embargo, la marginalización cultural que nos alarma –en tanto reflejo o expresión no de consumos indeseables sino de comportamientos indeseados–, debe evaluarse en su concatenación con otros procesos, entre ellos la formalización de la enseñanza superior que se ejecuta ahora mismo en buena parte del mundo.

La super especialización, con su consiguiente devaluación de las humanidades, y el bilingüismo ajeno a otra segunda lengua que no sea el inglés –relevantes indicadores de los ranking de universidades que auspician instituciones académicas y grandes órganos de prensa–,[19] revierten el paradigma de expansión universitaria que distinguió a la llamada edad de oro del capitalismo,[20] mientras programas educativos como el estadounidense community college apuestan por la formación de un disciplinado ejército de trabajadores, entrenados para no pensar, cumplir negligentemente las órdenes que no puedan ser evadidas y dedicar el mayor tiempo posible al divertimento frívolo, es decir, a la gozadera. La influencia del pensamiento neoliberal en el diseño de una universidad al servicio de la economía y no de la sociedad, asegura la continuidad de un sistema que considera a las personas capital humano, ve en la educación superior un negocio y apuesta a la enseñanza de postgrado como una inversión a medio plazo.

Atrapados en esa fascinación por lo nuevo que a finales de los 60s impresionara al escritor y crítico de arte Harold Rosenberg,[21] nuestra vida cotidiana erige un altar al presentismo y su congénita confusión entre cultura e información. Tal como procede con los objetos que consume, mucha gente prefiere acumular información –es decir, memorizar–, en vez de interrelacionar saberes y experiencias. Vivimos, como escribió alguien una vez, una época de debilitamiento del poder de la tradición, [22] lo que se expresa en una cultura de […] destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores […]”.[23] Se trata de una cultura amnésica, cuya expresión cotidiana es la tendencia a la chismografía y el sensacionalismo, la sustitución de la argumentación por el discurso anecdótico.

Mas creer que en la denuncia se materializa nuestra acción ciudadana, refugiarnos en el pesimismo intelectual afín a los periodos de crisis, es suscribir un conservadurismo nostálgico, propio de élites a las que sobra ilustración y falta compromiso. Hay que convertir el ejercicio de pensar en algo tan natural como la respiración, organizar la resistencia desde el pensamiento; y acoto: organizar presupone intencionalidad, creatividad, cooperación interinstitucional y actitud proactiva, cualidades muchas veces deficitarias en nuestro sistema de instituciones.

No desdeñemos, sin embargo, las pequeñas hondas de la cultura cotidiana, pues la fragancia de un potaje de frijoles negros en un suburbio de Ámsterdam o Estocolmo, es un signo de resistencia cultural tan legítimo como la decisión de declarar la rumba patrimonio nacional de los cubanos. El potencial que para la subversión de las relaciones de dominio y la resistencia cultural tiene la música, ha sido demostrado, fehacientemente, por Fernando Ortiz, Alejo Carpentier y Leonardo Acosta. Reconozcamos entonces en la expansión comercial de la salsa un temprano y todavía evidente signo del debilitamiento de la hegemonía cultural estadounidense pues, decidida a expresarse en español, esa música “gran caribeña” se universalizó desde el babélico tejido social de New York, la capital cultural de un imperio que pretendió emular a Roma.[24] La euforia que los acordes del Himno de Bayamo genera en cada multitud que corea ¡Soy Cuba!, junto a Habana de Primera en una plaza cualquiera de este país, no debe juzgarse, superficialmente, como patriótico divertimento. Hasta “La gozadera” puede ser un Caballo de Troya, si no olvidamos al primer africano que sacrificó una cabra y luego cortó un árbol para cantarle a la vida con su primer tambor.
Notas
________________________________________
[1] Pocos meses después, en octubre, Gente de Zona fue doblemente premiado en el Latin American Music Awards (en las categorías de agrupación de música urbana y canción tropical), por la difusión radial, el índice de ventas del disco y el respaldo expresado por el público a través de las redes sociales al tema “La gozadera”.
[2] La noción de América Latina data de 1862, cuando el filósofo y político chileno Francisco Bilbao la emplea en su ensayo La América en peligro. Su texto, una reivindicación de los valores culturales de la América hispana ante la intervención francesa en México y la imposición del emperador Maximiliano de Austria, excluyó de tal categorización a Brasil, Paraguay y el Caribe hispano, naciones que fueron incorporadas a la familia latinoamericana, a medida que el vocablo adquirió funcionalidad política.
[3] Este número musical fue incluido en el LP Siembra que, concebido y orquestado en 1978 por el niuyorrican Willy Colón, se mantiene como el disco más vendido en la historia de la salsa.
[4] Ángel Quintero, en Cuerpo y cultura. Las músicas “mulatas” y la subversión del baile. Editorial Iberoamericana Vervuet, Madrid, 2009.
[5] Jorge Larraín: Modernidad, razón e identidad en América Latina. Editorial Andrés Bello Mexicana, S.A. de CV, 1996.
[6] Ver al respecto: Ángel Quintero: Ob. cit; Alejo Carpentier: La música en Cuba. Temas de lira y bongó. Ediciones Museo de la Música, La Habana, 2013; y Leonardo Acosta: Otra visión de la música popular cubana. Editorial Letras Cubanas, 2014.
[7] Daniel Bell: “Modernidad y sociedad de masas: variedad de las experiencias culturales” en: VV.AA.: Industria cultural y sociedad de masas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1969, p.38. El énfasis es del autor.
[8] José Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”. Obras completas (1929-1933). Revista de Occidente, Madrid, 1966, 6ª edición, tomo 4.
[9] Lewis Mumford: El mito de la máquina. Técnicas y evolución humana. Editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2010.
[10] Walter Benjamin: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Discursos interrumpidos I. Ediciones Taurus 1989, Alfaguara, S.A., 1989, pp. 15-58.
[11] Erich Fromm: La revolución de la esperanza. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1992, p.46.
[12] Pierre Bourdieu: La distinción: Criterio y bases sociales del gusto. Editorial Taurus, México D.F., 2002, p. 98. El énfasis es del autor.
[13] Néstor García Canclini: Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. Editorial Grijalbo S.A. de CV. México D.F., 1995.
[14] José Ferrater Mora: Diccionario de Filosofía. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1964, 5ª edición, tomo I, p.375.
[15] Eva Jablonka y Marion J, Lamb: Evolución en cuatro dimensiones: Genética, epigenética, comportamientos y variación simbólica en la historia de la vida. Buenos Aires, Editorial Capital intelectual, 2013.
[16] Pierre Bourdieu: Ob. cit., p. 23.
[17] Enrique José Varona: “[El hombre es un gorila que ríe… y que hacer reír]”. Desde mi belvedere y otros textos. Fundación Biblioteca Ayacucho. Caracas, 2010, p.440.
[18] Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo. Punto de lectura, Buenos Aires, 2014, p.73.
[19] Los ranking de las universidades son listas ordenadas, cuya pretensión es clasificar a las universidades e instituciones de educación superior e investigación, según una metodología de tipo bibliométrico que establece criterios supuestamente medibles y reproducibles. La “Evaluación Institucional” conducida por la UNESCO, coexisten con otros sistemas, más o menos notorios. El diario británico The Times publica un suplemento propio llamado “Higher Education Supplement” (THES), una clasificación académica cuyos indicadores  relevantes son: calidad de la investigación (60%)con una metodología objetiva y con las siguientes valoraciones: 60%; cualificación del empleo obtenido por los graduados (10%); visibilidad internacional (10%) y  cociente estudiantes/académicos (20%). El grupo Quacquarelli Symonds desde el año 2011 publica en Internet el llamado Ranking QS de Universidades del Mundo. El Centro de Información y Documentación, (CINDOC) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España, jerarquiza 3000 instituciones 3000 instituciones, entre de 11.000 universidades y más de 5000 centros de investigación que integran su base de datos.  Otras clasificaciones conocidas internacionalmente, se elaboran en la Universidad Jiao Tong de Shanghái, China, la Universidad Técnica de Medio Oriente, sita en Turquía.
[20] Período comprendido entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la crisis internacional provocada por la primera estrepitosa caída de los precios del petróleo (1947-1973). Este cuarto de siglo se caracterizó por una extraordinaria expansión económica, notables mejoras en la vida material de los países capitalistas más avanzados, sustentadas en las políticas keynesianas que configuraron el llamado Estado de Bienestar y por los consiguientes cambios sociales y culturales;. Ver Eric Hobsbawn. Historia del siglo XX. Editorial Crítica (Grijalbo Mondadori, S.A.), Buenos Aires, 1999, pp. 260-289.
[21] Harold Rosenberg: La tradición de lo nuevo. Monte Ávila Editores, Caracas, 1969.
[22] Edward Shils: “La sociedad de masas y su cultura”, en Daniel Bell (Comp.): Industria cultural y sociedad de masas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1969, p.156.
[23] Eric Hobsbawn: Ob. cit., p.13
[24] Ángel G. Quintero Rivera: Ob. cit.

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